domingo, 1 de mayo de 2011

Me bajo a la piscina

En un país con una temperatura media de unos 30ºC durante todos los meses del año, tener cerca un charquito donde refrescarse de vez en cuando es algo que realmente se agradece. Por ello, a la hora de buscar residencia acordamos que el que dispusiera de piscina sería una de las condiciones sine qua non.

El primer día que tuvimos la llave en nuestras manos, me dediqué a trasladar nuestros escasos pero pesados enseres del hotel al piso y realicé la primera compra en el bullicioso y caótico supermercado del barrio. La verdad es que fue una mañana intensa y la culminé haciendo de sherpa urbano arrastrando el carrito de la compra junto con no menos de diez bolsas repletas de víveres. Al llegar a nuestra nueva casa, guardé en la nevera sólo lo que era estrictamente necesario, dejé el resto a un lado, y mientras me secaba mi sudorosa frente me dije: ¡Ahora me bajo a la piscina! Ya me imaginaba en remojo, nadando mientras sorteaba la chapoteante muchedumbre compuesta por mis nuevos y achinados vecinos. Me puse el bañador, me cubrí con el albornoz y descendí los 35 pisos que me separaban del paraíso. Al llegar me di cuenta de que no sería necesario esquivar a nadie, ni luchar por las dos únicas tumbonas del recinto, que aburridas como cada día, esperaban a que al menos alguna despistada paloma se posase sobre ellas. A los orientales les gusta menos el sol que a Berlusconi las cuarentonas. En fin, disfruté primero de mi solitario baño, seguido de una buena sesión de sauna y su posterior ducha. Después de escurrir el bañador y guardármelo en el bolsillo del albornoz, ataviado únicamente con éste, entré en uno de los tres ascensores y pulse el número 35. A continuación, me giré hacia el enorme espejo que presidía el cubículo y sentí un fuerte impulso narcisista que me incitaba a abrir el albornoz para echarme una ojeada de cuerpo entero en el hipnótico vidrio. Inmediatamente me convencí a mi mismo de que era altamente improbable que nadie solicitara el ascensor durante la subida. Así que dejándome llevar por ese impulso irracional y sin pensarlo mucho más, me despojé del albornoz y me miré y remiré en el gran espejo, convirtiéndome por unos segundos en la versión picante de la bruja del cuento de Blancanieves. Confieso que hice las típicas poses de culturista, intentando marcar unos músculos que se obstinaban en mantenerse en su eterno estado de reposo. En fin, una estampa patética, para qué dar más detalles. Afortunadamente, nadie llamó al ascensor y el viaje fue directo y seguro hasta la planta de destino.

Esa misma tarde continué con el traslado. Cuando volví con más trastos, el recepcionista me dio la bienvenida con una inquietante sonrisa de oreja a oreja, dejé todo en el suelo, llamé al ascensor, levante la mirada y descubrí: Hacer click aquí