domingo, 1 de abril de 2012

Torre de Babel

En un aeropuerto secundario de Pekín, dedicado únicamente a vuelos internos, entré en el avión que me llevaría a mi destino, una ciudad industrial de China –con uno de esos nombres impronunciables– donde la empresa para la que trabajo tiene una de sus fábricas.

Normalmente prefiero ir en un asiento de ventanilla, pero la señorita de facturación, consciente de su limitado nivel de inglés, abogó por no darme opción y me colocó en un asiento central de los tres que tenía el avión a cada lado del pasillo. Yo era el único occidental de todo el vuelo y, mientras avanzaba en busca de mi asiento, pude sentir las decenas de rasgados ojos que me escrutaban como previamente lo había hecho el escáner del aeropuerto. A mi derecha se sentó un businessman chino que se pasó todo el viaje entretenido con su ipad, y a mi izquierda, en ventanilla, una señora de unos sesenta y tantos años. Al parecer, era su primer viaje en avión, ya que cuando llegó el momento de ponerse el cinturón, la pobre mujer no sabía cómo hacerlo. Le pregunté en inglés si necesitaba ayuda, pero como no me entendió, acompañé mi ofrecimiento con unos gestos descriptivos. La mujer aceptó sonriéndome mientras asentía con la cabeza y amablemente le mostré como abrochárselo. Me dio las gracias en chino, “xie xie ni”, que es de lo poco que entiendo en ese idioma, seguidas de un par de frases más. Mediante señas le hice entender que no hablaba su ancestral lengua y con una sonrisa concluimos nuestra singular conversación.

La aeronave despegó cumpliendo el horario habitual en China, es decir, con más de una hora de retraso. El resto del vuelo transcurrió sin sobresaltos. Tras el aterrizaje y una vez que el avión se detuvo frente a la terminal, como es habitual, todo el mundo empezó a apelotonarse en el pasillo a la vez que sacaban el equipaje de mano de los compartimentos superiores. Mientras tanto, yo me aseguré de que la señora se desabrochara bien el cinturón, y una vez lo hizo, nos saludamos con una sonrisa. Ambos esperamos pacientemente a que la muchedumbre fuera saliendo. Cuando llegó nuestro turno nos dimos cuenta de que nuestro compañero se había olvidado en el asiento una bolsa que, entre otras cosas, contenía el tan de moda ipad. La mujer la señaló y, con unas mímicas pero claras indicaciones, me urgió para que la cogiera y se la llevara a su dueño. Con una sonrisa acepté su encargo y sin pensarlo dos veces corrí por el largo pasadizo que llevaba desde el avión a la sala de recogida de equipajes. Llegué a ella sin haber conseguido localizar a su amo, y de repente, mientras mi mirada saltaba de rostro en rostro, me di cuenta de la dificultad de la misión ¡No tenía ni idea de cómo era el señor del ipad! ¡Todos eran chinos y todos me parecían iguales! Sé que es un tópico, pero esa fue mi sensación. Es cierto que todos lo orientales no son iguales, pero mi cerebro no estaba programado para almacenar los rasgos asiáticos y no recordaba en absoluto cómo era mi desaparecido compañero de vuelo. ¡En menudo lío me he metido! –pensé–. Tenía menos posibilidades de salir airoso que un futbolista en Saber y ganar.

Continué desesperadamente la búsqueda por la sala de equipajes hasta que súbitamente alguien me arrebató la bolsa de un tirón y comenzó a zarandearme mientras gritaba como un poseído. Era él, el dueño de la bolsa, que indudablemente pensaba que yo se la había intentado robar. Con un tembloroso inglés, comencé a contarle lo sucedido, pero ni él, ni nadie de los que se arremolinaban a mi alrededor parecían entender una palabra de mis alegatos. Al grupo se unieron dos policías con sus militarizados uniformes y sus enormes gorras de plato. Con la esperanza de que ellos hablaran algo de inglés, les dirigí mis explicaciones, pero se hizo evidente que tampoco me comprendían. Con una mano en la cartuchera y otra en sus labios, uno de los policías me hizo callar mientras el indignado señor les narraba su versión. Rodeado de miradas acusatorias, yo ya me imaginaba pasando la noche en un tenebroso calabozo chino ¡Ahora sí que estaba en un buen galimatías! y digno de una de una de las aventuras de Mortadelo y Filemón. De repente, uno de los agentes me cogió fuertemente del brazo y me indicó que caminara hacia una puerta. En ese momento comencé a verlo todo negro, pero que muy negro. Sin embargo, cuando casi había perdido toda esperanza, una luz centelleó al final del túnel. Entre el gentío apareció la señora del cinturón. Con claras muestras de indignación se dirigió hacia el policía que me agarraba, le gritó una frase en chino y el agente me soltó inmediatamente. Comenzó a describirles lo sucedido y pude ver por sus gestos que incluyó en su relato cómo le asistí con el cinturón de seguridad. Además, no sólo aclaró la situación, sino que, por lo que pude intuir, se permitió el lujo de echarle una buena bronca al señor del ipad por haber sido tan malpensado. Una vez que todo se solucionó, la multitud se dispersó, los policías y el arrepentido acusador se disculparon con numerosas reverencias, y la amable señora y yo, incapaces de comentar lo sucedido, nos despedimos con una última sonrisa.

Torre de Babel
Ciertamente vivimos en una esférica Torre de Babel, y no únicamente por la diversidad de idiomas, sino porque muchas veces no nos entendemos ni entre los que hablamos la misma lengua. Sin embargo, me fue muy grato descubrir que “una sonrisa vale más que mil palabras”, sean éstas en el idioma que sean.