martes, 6 de diciembre de 2011

Rojo, amarillo y…

Si por algo tiene fama Singapur, es por sus estrictas leyes y su particular forma de aplicar la justicia. Sin ir más lejos, el año pasado un suizo fue condenado a 3 meses de cárcel y 3 azotes por pintar un graffiti en el impoluto metro de la ciudad. Sí, estáis leyendo bien, azotes. Aquí están convencidos del método que muchos de nuestros padres tuvieron la desafortunada oportunidad de experimentar, el de “la letra con sangre entra”. Por ello, muchos de los delitos, además de con penas de cárcel y cuantiosas multas, los castigan calentando las posaderas del infractor a base de latigazos. En consecuencia, lo último que uno tiene en mente cuando llega a este país es el osar saltarse alguna de sus normas. Sin embargo, después de unos meses, te confías y acabas pensando que el león no es tan fiero como lo pintan.

En general Singapur no es una ciudad que facilite la vida a los peatones, y mucho menos a los discapacitados que van en silla de ruedas, a los padres con cochecitos de bebé o a los que tiran del carro de la compra. Las aceras aparecen y desaparecen como el Guadiana, en muchas esquinas ni siquiera hay pasos de cebra, y te ves obligado a subir y bajar escalones constantemente. Pero lo peor son los semáforos, estoy convencido de que los han diseñado para torturar al viandante. Los tiempos de espera son interminables, están mal coordinados y para colmo, cuando finalmente cambian a verde, duran tan poco que apenas tienes tiempo de cruzar la calle. Esto irrita enormemente a los peatones, siendo muy común verlos saltarse los semáforos a pesar de la amenaza de los duros castigos.

Al principio, siempre con la imagen del suizo del graffiti en mente, yo esperaba pacientemente a que la luz verde me proporcionara la prioridad de paso, pero el candente sol o la intensa lluvia, junto con la impaciencia, no tardaron en empujarme a seguir los clandestinos pasos de los habitantes locales.

Hace unos días, volviendo de hacer la compra, llegué a una amplia intersección donde una calle de seis carriles en cada sentido cruza con otra de cuatro. Como en anteriores ocasiones, analicé la secuencia del semáforo y seguidamente me aventuré a pasar al otro lado desoyendo los reproches de desaprobación de mi subconsciente.

Cruce

Cuando llegué al otro extremo me llevé una inesperada sorpresa, ya que allí me estaba esperando un joven policía con su libreta de multas en mano. Lo primero que me dijo fue: “¿Sabe usted cuál es el castigo por la infracción que acaba de cometer?”. Evidentemente yo no tenía ni idea, una multa seguro y por su cuantía, indudablemente que me iba a doler. ¡Doler! Eso me hizo recordar la severidad de las sanciones en este país, y lo siguiente que me vino a la cabeza fue el Tío la Vara dejándome el trasero como el culo de un mandril. Le contesté que no lo sabía y me disculpé con insistencia. Él ni se inmutó ni me confirmó cuál iba a ser la sanción y, dejando su pregunta como retórica, me pidió la documentación. Yo ya me ponía en lo peor y me imaginaba mis coloradas nalgas en las portadas de todos los periódicos de la isla. Ante su impasibilidad, comencé a enumerar argumentos en favor de mi defensa: el calor, la larga espera, que iba cargado, la mala sincronización de los semáforos… En vista de que mis alegaciones no surtían ningún efecto, utilicé la gran excusa universal que cuando cometemos cualquier tipo de infracción nos deja la conciencia más limpia que la cocina del mayordomo del algodón, y ésta es: “¡Todo el mundo lo hace!”.

Infractores

Para demostrárselo, le invité a ver como en ese preciso momento había gente haciendo exactamente lo mismo. ¡Voilà! Inmediatamente levantó la cabeza y observó con sorpresa como un renqueante anciano chino y su bastón se dirigían hacia nosotros por el paso de peatones, ignorando por igual a él y al muñequito carmesí. Cuando finalmente llegó a nuestra altura, el policía le dio el alto y le preguntó que si era consciente de que acababa de cruzar con el semáforo en rojo. El encorvado viejecito levantó la cabeza lentamente y le dirigió una intensa mirada antes de decirle: «¿Qué he cruzado con el semáforo en rojo? ―hizo una pausa y elevo ostensiblemente su tono de voz― ¡Pues claro que he cruzado con el maldito semáforo en rojo! En este puñetero país a los que vamos andando ¡Que nos den! ¡Venga, que los jodidos peatones pasen corriendo para que los señores de los coches no tengan que esperar! A ver joven, si es usted capaz de pasar antes de que la luz cambie a rojo aceptaré la multa sin rechistar, pero si no, se puede usted meter la libretita por donde le quepa.»

El agente se quedo atónito, no sólo por la contundencia de sus palabras, sino porque mientras las pronunciaba el anciano se permitió la libertad de levantar su garrote y zarandearlo en clara actitud amenazadora. Yo me quede más mudo que el ricitos de los hermanos Marx y, aunque al octogenario abuelo no le faltaba razón, lo primero que pensé es que ahora no nos libraría de los latigazos ni el mismísimo Pilatos. Afortunadamente, el guardia no perdió la calma y le intentó explicar que las señales están para respetarlas. Tras un decreciente rifirrafe y para mi sorpresa, el representante de la ley me devolvió mi carnet, nos dijo que comentaría la situación con sus superiores y nos insistió en que mientras tanto no quería volver a vernos pasar en rojo. El anciano se encogió de hombros y le contestó: “No se preocupe que así lo haremos”. El policía se marchó mientras nosotros nos quedamos esperando para cruzar a la siguiente esquina. El vetusto oriental fijó su mirada en el estático muñequito rojo, seguidamente se giró para comprobar que el agente se alejaba en la distancia y estoy convencido de que pensó aquello de “Para lo que me queda en el convento…”, ya que a continuación exclamó: ¡Qué diablos! y comenzó a cruzar la calle.