jueves, 1 de septiembre de 2011

Por un puñado de dólares

Bermudas, camisa estampada, gorra visera, mochila, cómodas chanclas, la imprescindible cámara de fotos y el plano de nuestro destino a descubrir: ¡Ya estamos preparados!

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En cuanto nos ataviamos con nuestro exclusivo disfraz de turista, automáticamente nos convertimos en el objetivo perfecto para los timadores y carteristas de cualquier parte del mundo. En Asia además, no sólo nos delata nuestro atuendo, sino que nuestra pálida tez y nuestros redondeados ojos no dejan lugar a dudas de que somos el “blanco” perfecto para el avispado estafador local.

Hace unos meses aprovechamos unos días para visitar Bangkok. Conocida por sus múltiples templos y concurridos mercadillos, la capital de Tailandia no tiene metro, por lo que la mayoría de los turistas optan por el taxi como medio de transporte. Eso nos obligó a enfrentarnos a unos de los principales timadores de la ciudad, los taxistas. Comienzan por hacerse los tontos aparentando que no saben donde está la dirección que les indicas, de esta forma justifican el dar alguna vuelta de más durante la búsqueda del destino. Fue especialmente ridícula la penosa actuación que nos dedicó uno de ellos haciendo ver que no conocía el Palacio Real… ¡La principal atracción turística de la ciudad! Siguiendo los consejos de algunos amigos, comenzamos insistiendo en que conectaran el taxímetro, pero pronto nos dimos cuenta de que entonces acabábamos atrapados en los mayores atascos de la ciudad. Así que, al igual que al comprar en los mercadillos locales, decidimos negociar por adelantado los precios de cada trayecto. Esto nos generaba una continua sensación de desasosiego, ya que siempre terminábamos pensando que el precio real de la carrera era menor del que habíamos acordado ¡Nos han timado otra vez! Como despedida, su truco final consiste en equivocarse al darte el cambio, sospechosamente siempre a su favor. Esto no es exclusivo de los taxistas. Mercadillos, tiendas y restaurantes son también expertos en el uso de esta artimaña, estos últimos además la complementan con una cuenta manuscrita en tailandés con más errores que los Cuadernos Santillana de Leticia Sabater.

En definitiva, cada vez que sacábamos la cartera nuestro nivel de estrés iba in crescendo y cada día acabábamos más tensos que el tanga de Montserrat Caballé. Afortunadamente, por apenas unos euros, antes de cada cena disfrutábamos de un extraordinario masaje tailandés que nos ayudaba a liberarnos de la tensión acumulada durante el día.

El engaño favorito de los habitantes de la ciudad es el del “templo cerrado”. Cuando preguntas cómo llegar a alguno de los numerosos templos, o incluso cuando estás en la propia puerta, siempre hay algún lugareño que amablemente te informa de que, por uno u otro motivo, éste está cerrado. En ese momento te sientes más perdido que Tarzán en el Corte Inglés. A continuación te aconseja otros lugares “mejores” para visitar y además, él mismo se encarga de negociar con el conductor de un Tuk-Tuk para que te haga la ruta aconsejada al mejor precio. De este modo, el atento buen samaritano se lleva una comisión del conductor, el del Tuk-Tuk consigue un cliente y tú no ves el templo que querías.

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Los Tuk-Tuk son unos coloridos taxi-motocarros que parecen haberse escapado de un tiovivo. Los hay desde los más destartalados a los más relucientes y pulidos. Sus conductores, expertos en exprimir a los turistas, son lo más parecido a un kamikaze urbano. Uno de sus trucos consiste en ofrecerte un descuento por hacer unas paradas en algunas tiendas donde, por llevar clientes, a ellos les dan unos bahts (moneda local). Te insisten en que no estás obligado a comprar. Sin embargo, muchos incautos acaban sucumbiendo ante las persuasivas artes de los experimentados vendedores, adquiriendo joyas y supuestas piedras preciosas con menos valor que una promesa electoral. Afortunadamente estábamos avisados y pudimos evitar caer en esa trampa.

En nuestro último día, cansados de la calurosa e intensa jornada, decidimos volver al hotel en Tuk-Tuk. Estábamos algo desorientados, pero sabíamos que no debíamos estar demasiado lejos, por lo que esperábamos negociar un buen precio con el conductor. Evidentemente, éste hizo ver que no conocía nuestro hotel. Cuando finalmente lo ubicó en su GPS mental, suspiró como indicando que estaba muy lejos y nos pidió una cantidad ridículamente alta. Tras unos minutos de regateo, acordamos el trayecto por 40 bahts. Nos subimos, arrancó y tras menos de 400 metros en línea recta giró a la izquierda y allí estaba nuestro hotel ¡No me lo podía creer! Nos encontrábamos más cerca de lo que pensaba. No sé si estaba más enfadado conmigo mismo por no haber consultado el mapa o con el conductor por todo el teatro que nos montó para poder negociar al alza. Nos bajamos del Tuk-Tuk, le dije que nos había engañado y decidí pagarle sólo la mitad de lo acordado. El conductor se quedó perplejo, me di la vuelta y lo dejé en su motocarro vociferando en tailandés. Por supuesto no entendí ni una palabra, pero me quedó bien claro el significado. El recepcionista del hotel nos preguntó qué había ocurrido y visiblemente nervioso le dije que había intentado timarnos, sin apenas inmutarse contestó con un desganado ¡Aaaah! y continuó con sus quehaceres. Cuando llegué a la habitación dejé sobre la mesa los 20 bahts de la discordia y una vez más calmado convertí mentalmente a euros lo que nos habíamos ahorrado. Casi me muero de vergüenza al descubrir que 20 bahts apenas son 40 miserables céntimos de euro.