domingo, 11 de enero de 2015

Comer es un placer

Si algo cambió significativamente en nuestras vidas en el momento en que llegamos a Singapur hace ya cuatro años, eso fue nuestra dieta y hábitos alimentarios. A lo primero que tuvimos que acostumbrarnos fue a la ausencia de cuchillos en la mesa. En esta parte del mundo, éstos están considerados como un arma y no se usan como cubiertos, así se evitan peligrosas tentaciones durante alguna acalorada discusión de sobremesa (no sería un mal ejemplo a seguir en nuestro país, especialmente durante los “fraternales” ágapes navideños). Por ello, para suplir la imposibilidad de cortar los alimentos durante las comidas, todo es servido en pequeños trozos “fácilmente” atrapables con los palillos… después de algo de práctica y paciencia, claro. Aún recuerdo una de mis primeras cenas de trabajo en la que mis compañeros pidieron un plato de cacahuetes, comenzaron a cogerlos de uno en uno con sus palillos y permanecieron atentos para ver cuál sería mi reacción. Con mucho temple y concentración conseguí llevarme a la boca el primer fruto seco, la suerte del principiante. Mis siguientes intentos tuvieron resultados devastadores, ya que los cacahuetes se escapaban de mis palillos como proyectiles, provocando las carcajadas y burlas de mis compañeros, que amablemente me permitieron cogerlos con la mano… sobre todo después de que en uno de los fortuitos disparos estuviera a punto de dejar tuerto a uno de ellos.

Cacahuetes
Aquí, como en el resto de países vecinos, el arroz es la base de la mayoría de las comidas. La lista de platos asiáticos basados en él es innumerable: arroz frito, arroz hervido, arroz con pollo, ensalada de arroz, porridge (una especie de puré de arroz) y un largo etcétera. Sin embargo, no deberíamos de sorprendernos, porque si nos paramos a pensar, sólo tenemos que sustituir “arroz” por “patata” en la lista anterior y nos daremos cuenta de la dependencia que tenemos en Europa a dicho tubérculo. Se suele decir: “No comas tanto arroz que se te va a poner cara de chino”, si eso fuera cierto, a estas alturas yo parecería el primo hermano de Jackie Chan.

Sri Lanka es uno de los países que visito regularmente por motivos de trabajo. Allí lo del arroz es incluso más extremo. Es tanto así, que la mayoría de los esrilanqueses desayunan, comen y cenan cada día este energético cereal. Incluso el omnipresente gigante de las hamburguesas no tuvo más remedio que adaptarse para conquistar este mercado, y acabó creando el McRice.

McRice
Otra de las características de la cocina de Sri Lanka es el considerable uso del picante en sus recetas. Esto no es exclusivo de allí, en la mayoría de países del sudeste asiático el picante está presente en multitud de platos. Y más te vale acostumbrarte a él, porque cuando vas a un restaurante, aun pidiendo expresamente que tu comida no sea picante, en muchas ocasiones acaba siéndolo, no pueden evitar darle ese toque. Yo ya llegué a Asia con cierta devoción por este ardiente condimento, aprendí a disfrutarlo en el Reino Unido, donde el curry indio es tan popular que una de sus variedades, el Chicken Tikka Masala, es considerado como auténtico plato nacional británico. Al principio no podía creer que alguien pudiera disfrutar comiendo algo así, tan extremadamente picante que llegara a anular el sabor del alimento. Sin embargo, he de reconocer que el picante engancha y una vez le has cogido el gusto, no puedes evitar volver a caer en sus llamas. Quién me iba a decir que uno de mis platos preferidos acabaría siendo el Tom Yam, una sopa tailandesa extraordinariamente picante. Al parecer, la sensación de picor es provocada por la capsaicina. Esta sustancia estimula las terminaciones nerviosas, haciéndoles enviar al cerebro sensaciones falsas de dolor que provocan la liberación natural de endorfinas para mitigarlo, y que generan tal oleada de bienestar y placer, que algunas personas se convierten en adictas a su consumo.

Lahan, nuestro distribuidor de Sri Lanka conoce bien mi inclinación por la comida picante. En una de mis primeras visitas a ese país, después de un intenso día de reuniones me dijo que me iba a llevar a cenar a un sitio en el que disfrutaría de un buen plato local. El restaurante no era nada especial, ni lujoso, ni descuidado, lo único destacable era la gran afluencia de comensales y el ajetreado ir y venir de los camareros. Trajeron la carta, y antes de que el camarero tuviera tiempo de darse la vuelta, Lahan mantuvo una rápida conversación con él en cingalés. Mientras yo ojeaba el menú, me informó de que nuestra cena ya estaba pedida, y me señaló el plato en la carta. Su rostro resplandecía luciendo una maliciosa sonrisa que me recordó a la de Patán, el perro de la mítica serie de dibujos animados Los Autos Locos.

Patan
El nombre del plato era “Devilled Chicken”, y que por supuesto, era servido con arroz. Aunque en inglés la palabra “Devilled” sólo se utiliza en el argot culinario, la traducción literal sería “Pollo Endemoniado”. Ya os podéis imaginar que lo de endemoniado no hacía referencia a que fueran pollos poseídos por el maligno, sino a que habían sido preparados con un condimento diabólicamente picante. Cuando el camarero dejó el plato delante de mí, decidí enfrentarme a él con valentía. El primer bocado me dejó bien claro que la cerveza que había pedido no iba ser suficiente auxilio para tal hazaña. Mi lengua sufrió el primer impacto y en unos instantes tuve la sensación de que mi boca era un volcán en erupción. Me bebí media birra de un trago, pero fue tan efectivo como intentar apagar el Vesubio a cubos. A pesar de ello, continué con la ingesta tratando de calmar el picor alternando el pollo con el arroz blanco que lo acompañaba. Al alcanzar el ecuador del reto, mis ojos, encendidos como farolillos, lanzaban lágrimas desesperadas que se evaporaban al llegar a mis ardientes mejillas. Los dos siguientes trozos desencadenaron una reacción semejante a la alergia primaveral, mis fosas nasales comenzaron a encharcarse y tuve que usar varias servilletas para atajar el flujo mucoso y otras tantas para secar mi sudorosa frente. Llegados a ese punto, ya no me quedaba cerveza y urgí al camarero a que me trajera agua con hielo, bendita agua que no sirvió de mucho contra la posesión que el endemoniado pollo estaba tomando de mí. Lahan se lo pasó en grande, de tanto en tanto levantaba la mirada de su pollo, el que se estaba comiendo como si fuera algodón de azúcar, e irónicamente me preguntaba: Are you ok?... Era evidente que no lo estaba, pero a esas alturas las endorfinas debían estar ya activadas y me empujaban a seguir comiendo. Y así lo hice, continué con mi batalla y heroicamente conseguí acabar con el pollo. Tras la cena, nos fuimos a tomar unas copas que, junto con el efecto relajante de las endorfinas correteando por mi cuerpo, me dejaron casi extasiado en el sofá del bar. Disfrutamos de una placentera conversación en la que parecía que habíamos encontrado las claves para mejorar la empresa, nuestras vidas e incluso el mundo entero. Cuando dimos la noche por concluida, mi anfitrión me acercó al hotel y me deseó las buenas noches, luciendo de nuevo en el rostro su inquietante sonrisa.

Caí agotado en la cama y cuando parecía que ya empezaba a conciliar el sueño, sentí como si una ola de calor hubiera entrado en la habitación. Era mi cuerpo incandescente que calentaba las sábanas, las retiré de una patada y bajé la temperatura del aire acondicionado. La sensación de estar sufriendo un cuadro febril fue sólo el principio. Más tarde le llegó el turno a mi estómago, no es que sintiera un gran dolor, pero de vez en cuando notaba pinchazos que constantemente me obligaban a dar vueltas en la cama. Después de varias horas retorciéndome, conseguí quedarme dormido. A mitad de noche, tras sufrir un súbito e intenso puyazo en mis entrañas, me incorporé en la cama totalmente desconcertado. La luz anaranjada de las farolas del exterior flotaba tenebrosamente en mi habitación y permitió que pudiera distinguir el reflejo de mi demacrada imagen en el gran espejo de la pared. Cuando me vi de aquella guisa, sudoroso, ojeroso, con los pelos de punta y con las manos en la barriga intentando calmar el fuego interno, sólo me vino una frase a la cabeza: “¿Has visto lo que ha hecho el cochino del pollo?”. Desafortunadamente, no había exorcismo posible que pudiera ayudarme en tal situación y me vi condenado a pasar una de las peores noches de mi vida.

Al llegar la mañana, me desperté después de haber conseguido descansar apenas unas horas, pero me encontraba bastante recuperado y tuve la sensación de que todo había sido una pesadilla. Me levanté y caminé hacia el cuarto de baño para disfrutar de mi momento All-Bran. No llevaba ni un segundo sentado, cuando de repente los ojos se me abrieron como platos antes de enrojecerse y comenzar a lagrimar como una fuente. Un grito sordo se quedó encallado en mi garganta. Como después aprendí en Google, nuestro organismo no metaboliza bien la capsaicina, y prácticamente la misma cantidad que por arriba entra, por abajo sale. Y claro, las terminaciones nerviosas de mi retaguardia fueron inmediatamente estimuladas en el momento en que tal cantidad de capsaicina las acariciaron. Fue como dar a luz al primogénito del octavo pasajero, y las radioactivas secuelas de tal parto perduraron más de lo yo que hubiera deseado. Después de esa experiencia, me jure a mí mismo que “nunca más”.
 
Ya ha pasado algún tiempo de aquello y en breve tendré que volver a Sri Lanka. Lo creáis o no, lo más curioso es que si Lahan me propone volver al susodicho restaurante, no estoy seguro de que sea capaz de resistirme a los encantos de la capsaicina y tener la suficiente fuerza de voluntad como para responderle con un rotundo “NO”. ¡Maldito pollo!

sábado, 6 de septiembre de 2014

La gran evasión

Habían sido doscientos cincuenta kilómetros conduciendo desde el aeropuerto de Darwin hasta el corazón del parque nacional Kakadu en el norte de Australia. A pesar de que apenas habíamos pegado ojo durante el largo vuelo nocturno, disfrutamos mucho del trayecto en el coche que alquilamos, la mayor parte de él a través del vasto parque nacional. El paisaje era muy diferente al del sudeste asiático, y totalmente opuesto al del cosmopolita Singapur. Íbamos entusiasmados como niños en su primera excursión escolar, maravillados mientras atravesábamos los bosques de eucaliptos y atentos a cualquier detalle digno de ser comentado. En varias ocasiones paramos precipitadamente en el arcén para ir a la caza fotográfica de los simpáticos wallabies, los hermanos pequeños del famoso canguro australiano.

Wallabi
En cuanto nos registramos en nuestro hotel en Jabiru, el único pueblo en unos cien kilómetros a la redonda, fuimos al centro de visitantes del parque para planificar las actividades de los escasos cuatro días de los que disponíamos. Nos llevamos una pequeña decepción, era la temporada de lluvias y muchas de las zonas del parque estaban inaccesibles por encontrarse completamente inundadas. Aun así, durante los tres primeros días, pudimos visitar algunos de los principales puntos de interés y realizar diversas excursiones. La primera fueron más de seis horas de caminata donde visitamos varias cuevas con pinturas rupestres de los aborígenes y realizamos un ascenso por un frondoso barranco situado entre dos enigmáticos macizos de rocas anaranjadas.

Montaña Pinturas rupestres

El penúltimo día lo reservamos para la obligada excursión en barco a través del río y de las marismas, en la que, según el folleto informativo, tendríamos la posibilidad de avistar alguno de los grandes cocodrilos que habitan en el parque. Y efectivamente, después de más de una hora a bordo de una especie de barca con forma de autobús turístico, encontramos algunos ejemplares de los temidos reptiles. Tristemente, la semana anterior uno de ellos había acabado con la vida de un niño de diez años. Según nuestra guía, esa especie llega a alcanzar los seis metros de largo y puede vivir tanto en aguas dulces como saladas, teniendo también como hábitat las costas de la zona, por lo que a nadie se le ocurre bañarse en la playa ¡Quéjate tú de las medusas!

Cocodrilo
Cada día llovía intensamente, especialmente durante las tardes y las noches. Cansados de tanta agua y tanto barro, decidimos madrugar el último día, volver a Darwin y dedicarlo a visitar la ciudad. Desafortunadamente no iba a ser tan sencillo. Llevábamos unos setenta kilómetros desde que salimos de Jabiru, cuando de repente nos encontramos con la carretera totalmente inundada. Lo que hacía tan sólo tres días era un simple arroyo, había crecido hasta desbordarse y engullir la carretera con su caudal. Enseguida vimos claro que si intentábamos pasar por ahí, acabaríamos arrastrados por la corriente en nuestro pequeño coche de alquiler. Y si en el mejor de los casos nos librábamos de ahogarnos, difícilmente nos escaparíamos de terminar como merienda de cocodrilos.

Carretera cortada
Al estudiar el mapa en busca de alternativas, nos dimos cuenta de que sólo había otro camino por el que podíamos salir de allí, forzándonos a volver al pueblo y dar un gran rodeo hacia el sur. Como teníamos que pasar por delante del centro de visitantes del parque, decidimos parar y preguntar para informarnos. Nos atendió un señor vestido de Cocodrilo Dundee, no en vano algunas escenas de la película se rodaron en Kakadu y quizás esa era su particular forma de rendirle homenaje. Tras escuchar nuestra historia, se ajustó su sombrero engalanado con colmillos de reptil y nos dio la gran sorpresa:
    ―No es necesario que intenten la ruta del sur porque también está inundada.
    ―¿Cómo? ¡No puede ser, esta noche tenemos que devolver el coche en el aeropuerto y coger un avión para Singapur! ―Exclamamos.
    ―Pues va a ser que no.

La traducción de su última frase no es literal, pero sus palabras en inglés fueron igual de contundentes. Por si no habíamos tenido bastante agua, su noticia nos cayó como un jarro de agua fría. Según él, nadie podía predecir cuándo se normalizaría la situación, un día, dos, una semana…. cada temporada de lluvias se quedaban aislados unos cuantos días. “Paciencia”, nos dijo mientras chasqueaba con un palillo entre los dientes.

¡Increíble!, ¿ocurría eso cada año y no construían puentes más altos en los pasos de los ríos? Parecía quedar claro que los habitantes del parque estaban acostumbrados a que el ritmo lo marcara la naturaleza y no la frenética espiral de la actividad urbana. En aquel momento comprendí un poco mejor la famosa teoría de Einstein, y por qué hasta el mismísimo tiempo es también relativo.

Era domingo y con la esperanza de que las aguas bajaran al día siguiente, nos quedamos una noche más. Avisamos a nuestros respectivos jefes, informamos a la empresa de alquiler del coche y perdimos el importe del vuelo, porque aunque parezca mentira, era más caro cambiarlo que comprar uno nuevo.

El lunes la situación no había mejorado, en la recepción del hotel nos lo confirmaron y nos dieron pocas esperanzas para el resto del día, ya que había llovido durante toda la noche y el cielo seguía teñido de un gris amenazador. Allí conocimos a Klaus, un alemán que estaba de ruta por Australia con su mujer. Nos dijo que el martes por la noche volaban a Melbourne y que tenían que salir de allí como fuera. Yo le comenté que nosotros ya habíamos perdido nuestro vuelo y que mucho tendrían que cambiar las cosas para que a ellos no les ocurriera lo mismo. Con toda la seguridad y el aplomo del mundo me contestó: “Vamos a coger ese vuelo, todo es posible en esta vida”. Me dejó perplejo con su determinación, pero ¿cómo pretendía salir de allí?

El muy campeón ya estaba trabajando en dos planes, escapar en una avioneta o en un 4x4, al parecer decían que por una de las carreteras se podían cruzar las aguas con un todo terreno. El problema eran los coches que habíamos alquilado, ellos también tenían uno. Las agencias de alquiler se negaban a permitirnos que los dejáramos allí. Aliamos fuerzas con Klaus, y mientras yo me quedé con la recepcionista intentando convencer a las empresas de alquiler, él se fue al aeródromo y al taller local, donde posiblemente podrían alquilarnos un todo terreno. La recepcionista era una gran profesional, con una tranquilidad y una compostura excepcionales habló con las agencias y lo intentó todo. Sin embargo, pronto nos quedó claro que la puñetera letra pequeña de los contratos nos obligaba a salir de allí con los coches o a terminar pagando una descomunal penalización.

Cuando Klaus volvió, ante la falta de alternativas, sólo pudimos quedar en que la recepcionista nos avisaría si la situación mejoraba. Aun así, él nos dijo que ellos pasarían todo el día en uno de los tramos anegados e intentarían cruzar si el nivel del agua descendía. Su pareja no parecía muy convencida, pero asintió conservando el sepulcral silencio que había mantenido hasta ese momento. Les deseamos suerte y me imaginé la portada de los periódicos, anunciando la desaparición de dos incautos turistas junto a la foto de un cocodrilo haciendo una pesada digestión en la orilla del río. Nosotros, resignados, nos fuimos a ver un museo, y el resto del día lo pasamos leyendo y buscando actividades con las que matar el tiempo.

El martes por la mañana todo continuaba igual. Y ya empezábamos a estar realmente preocupados por continuar atrapados en un pueblo donde poco podíamos hacer, y donde cada día representaba más gastos de hotel, de comida y de alquiler de un coche que no podíamos ni conducir. Además de lo que suponía la ausencia de nuestros respectivos trabajos por tiempo indeterminado.

Una puerta a la esperanza se nos abrió cuando de nuevo me encontré con Klaus en la recepción. Me dijo muy emocionado que había encontrado el modo de evadirnos, pero que si queríamos unirnos a ellos teníamos que partir inmediatamente. Al parecer había convencido al dueño del camión grúa del pueblo para pasarnos los coches al otro lado si las aguas descendían lo suficiente, y en ese momento parecía factible. El precio de la operación era significativamente menor si lo hacía para al menos tres vehículos. Klaus ya había reclutado a una pareja china que estaba en las mismas circunstancias. Nosotros no acabábamos de estar muy convencidos, no creíamos que fuera sólo una cuestión del nivel del agua. La corriente era considerable, ¿quién podía estar seguro de que no íbamos a acabar arrastrados río abajo, grúa incluida? Sin embargo, decidimos seguir adelante con su plan.

Casi a toque de silbato, el alemán mandó a las mujeres a hacer las maletas, y a los hombres a llenar los depósitos a la gasolinera, donde también se encontraba el garaje de la grúa. Yo entendí que ya estaba todo acordado con el dueño de la grúa, pero cuando llegamos, éste nos dijo que no tenía claro que conforme estaba el río pudiéramos pasar. Klaus fue implacable, y desplegó toda una batería de argumentos para persuadirlo, ante la que el lugareño acabo sucumbiendo. Yo asistí al debate en silencio, mientras me atormentaba pensando que si un habitante local, que conocía de primera mano el peligro al que nos enfrentábamos, no lo veía claro… quizás lo prudente era no intentarlo. Pero las ganas de escapar superaron a la sensatez y partimos juntos hacia el tramo inundado.

Cuando llegamos comenzaron con el coche del alemán y todos asistimos expectantes a la maniobra. De repente Klaus le gritó a la china: “¡Aléjate de ahí!, ayer vimos dos enormes cocodrilos merodeando en esta zona!”. El agua llegaba hasta el mismo borde de la carretera, desde donde un bicho de esos podía sorprendernos y alcanzarnos con facilidad. La pobre mujer se llevó tal susto, que se metió en el Toyota y no volvió a salir. Los demás nos mantuvimos encaramados sobre la línea continua sin quitarle ojo a los temibles arcenes.

Inundación Cartel

En esas estábamos cuando llegó un policía con un par de vallas para cortar definitivamente la carretera. Antes de que tuviera tiempo para colocarlas, el germano ya le había contado todos los pormenores de nuestro cautiverio y el enorme trastorno que supondría para nosotros el continuar más tiempo en aquella situación. El agente accedió a dejarnos intentarlo, pero nos advirtió que el tramo inundado era muy largo y que lo peor se encontraba al final, en la zona más cercana al cauce, donde la corriente era muy fuerte. Nos preguntó si llevábamos comida, ya que según él, después de este río había otros riachuelos que también podían haberse desbordado, por lo que corríamos el riesgo de quedarnos atrapados en el medio. Aunque ya habíamos sido advertidos anteriormente de esa posibilidad y habíamos hecho acopio de víveres en la tienda de la gasolinera, sus palabras aumentaron nuestro desasosiego, sobre todo cuando para terminar, nos deseó suerte y murmuró que éramos unos inconscientes.

El camión grúa transportó los tres coches uno a uno y el nuestro fue el último. Sumidos en un estado de contención nerviosa, recorrimos a paso de tortuga cerca de un kilómetro de carretera inundada.

Carretera 1
Todo fue relativamente bien hasta que de pronto el conductor paró el camión unos metros antes del puente del río. La corriente era tal que estaba levantando el asfalto y delante de nosotros podíamos ver como se había hecho un agujero en la parte derecha de la carretera. Nos quedamos en silencio. Yo pensé que de ahí no salíamos y me preguntaba por qué narices le habíamos hecho caso al loco del alemán. Tras unos segundos eternos, el conductor reculó unos metros, se dirigió hacia el lado izquierdo de la calzada y aceleró con ímpetu. La grúa avanzó dando botes y rascó con los bajos en el fracturado pavimento, pero el conductor no perdió los nervios y consiguió vadear la zona con éxito. Todos gritamos de alegría al ver que habíamos logrado pasar.

Carretera 2
El camión se volvió al pueblo rápidamente antes de que el asfalto se desintegrara por completo. A partir de ahí dependíamos únicamente de nosotros, y hasta la autopista todavía nos quedaban por delante unos largos kilómetros llenos de incertidumbre. Si nos encontrábamos con otro desbordamiento como ese, no podríamos dar marcha atrás. Todo ese tramo se nos hizo interminable y cada vez que divisábamos algún charco en nuestro camino se nos hacía un nudo en el estómago.

Por fortuna, todo fue sobre ruedas y conseguimos alcanzar la autopista sin más contratiempos. Cuando paramos en un área de servicio para despedirnos, me dieron unas ganas enormes de darle un beso a nuestro perseverante amigo Klaus, porque sólo gracias a su gran determinación y pertinaz constancia consiguió encontrar la manera de sacarnos de allí. Si hubiera sido por nosotros, habríamos acabado quedándonos atrapados en Jabiru durante dos semanas, que fue el tiempo que finalmente el pueblo estuvo incomunicado.

sábado, 15 de marzo de 2014

Oferta del día

Era viernes por la tarde y decidí acercarme al súper del barrio para aprovechar la oferta de leche que tenían en promoción durante ese día. Éste forma parte de la pequeña cadena singapurense Sheng Siong, y básicamente por proximidad, es el lugar donde vamos a comprar habitualmente. En una ocasión leí en el periódico que el dueño de estos treinta y tantos establecimientos es un modesto señor que comenzó en la granja de cerdos de la familia, por lo que le siguen apodando Ter Bak, “El Puerco” en Hokkien. Enemigo de la ostentación, su filosofía es la sencillez y el ahorro, y para ofrecer el mejor precio a los consumidores, uno de sus principales objetivos es conseguir en sus tiendas la mayor productividad por metro cuadrado.

Como asiduo cliente puedo constatar que sus directrices son aplicadas a rajatabla, hacer la compra en el Sheng Siong es toda una experiencia. Está cadena no goza de buena fama entre la colonia de expatriados, ya que, por decirlo de alguna manera, no acabaría de alcanzar las expectativas occidentales. La mayoría de sus establecimientos son laberínticos, desordenados y sombríos. En ellos cada compra se convierte en una yincana, debido a que muchos productos cambian constantemente de estante, no son repuestos durante semanas o simplemente desaparecen para siempre. Además, destacan por un estilismo cutre que va desde el austero uniforme de las cajeras hasta la machacona musiquilla china de ambiente.

Nuestro Sheng Siong está situado en un pasaje público que linda con una pequeña plaza-jardín. El local carece de puertas, ventanas o pared exterior. La línea de cajas está situada justo en el límite con la calle, y cuando terminas de pagar, tu siguiente paso te lleva directamente a la acera del pasaje. En realidad, en ese momento, aun estando fuera sigues teniendo la sensación de no haber salido, ya que el pasaje público está invadido de estanterías y productos pertenecientes a la tienda, convirtiéndose en una sección más del propio supermercado donde se mezclan los clientes con los peatones que simplemente pasan por allí. En el interior, algunos pasillos son sumamente estrechos, tanto que si se cruzan dos personas han de hacerlo de lado y con precaución. Una vez se me ocurrió pasar mientras una mujer se aupaba para coger un producto de una balda superior. Al llegar a su altura pegué mi espalda a la estantería contraria y me desplacé lateralmente para esquivar a la señora, desafortunadamente le rocé el trasero con la cesta de la compra. Ella se giró inmediatamente, y al verme totalmente ruborizado, entendí que aceptó mi “sorry”, ya que sin decirme nada continuó con su compra. Desde entonces, antes de adentrarme en uno de esos pasillos, si hay alguien, o espero a que termine, o paso dándole la espalda, así por lo menos evito que me acusen de ir restregando la cebolleta.

Si normalmente moverse por el súper es complicado, durante las semanas previas al año nuevo chino se convierte en misión imposible. No sólo porque duplican el stock de productos, saturando cada rincón con cajas y nuevos estantes, sino porque también se multiplica la afluencia de clientes. Durante ese periodo, para sacar buen partido de la locura compradora, además de la invasión habitual del pasaje público, en el lateral de la plaza instalan una carpa que la colman con los productos típicos de estas fechas festivas.

Oferta del día 1
Aquel viernes de principios de febrero era el previo a la celebración del año nuevo chino y cuando llegué con mi carrito de la compra casi me doy la vuelta al ver tal marabunta consumista. Enseguida me convencí de que sería imposible alcanzar con el carro la zona donde estaba la leche, por lo que lo aparqué entre una pila de los típicos sacos de 10 kg. de arroz y un palé de cajas de cerveza Tiger. Cogí una cesta y a duras penas me abrí paso por las galerías de aquel hormiguero. Conseguí volver al carro con diez cartones de leche y la sensación de haber sido centrifugado en una lavadora. Viendo la situación, decidí abandonar el osado propósito de comprar todos los artículos de mi lista, y opté por salir a la zona de la carpa, donde cogí una docena de huevos y un kilo de manzanas, aprovechando la insólita circunstancia de que la dependienta de la fruta se encontrara libre. Cuando salí de aquel enjambre, al menos atropellé con el carrito a unas tres personas, pero ninguna de ellas hizo ni un atisbo de queja, ya que el ser vapuleado forma parte de la experiencia de compra durante esas fechas.

Ya en casa, metí los cartones de leche en el armario, y en la nevera, los huevos y las manzanas. Normalmente antes de guardar las bolsas de plástico, que aquí todavía son gratis, reviso el ticket de la compra y lo tiro a la basura. Curiosamente no estaba en la bolsa de plástico, que es donde normalmente lo dejo, busqué en el carrito y tampoco lo encontré allí. Me quedé pensativo unos instantes, abrí los ojos como platos y exclamé mentalmente: ¡Joder, me he ido sin pagar!

Lo que ocurrió fue que la señora del puesto de la fruta cuando me vio con la huevera en la mano, amablemente me la pidió y la metió en una bolsa junto con las manzanas. Aquello desconcertó a mi cerebro que, bloqueado por el caos reinante y ansioso por que yo desapareciera de allí, dejó que mi subconsciente confundiera la frutera con la cajera, y al ubicarme físicamente fuera de la tienda, activó la orden de vuelta a casa.

A pesar de estar en juego una condena a una sesión de latigazos, según las estrictas leyes de Singapur, como era algo tarde y estaba falto de ganas, decidí que volvería para subsanar mi error al día siguiente.

La cajera no daba crédito a lo que veía, un tipo con una etiqueta de la frutería en la mano que quería que le cobrara diez cartones de leche, una docena de huevos y unas manzanas que se había llevado sin pagar el día anterior. Cuando se lo repetí por segunda vez, seguía con su cara de incredulidad, aunque no sé si estaba más sorprendida porque me fui sin pagar o por el hecho de que hubiera vuelto para hacerlo. Finalmente, llamó a la encargada, se cruzaron unas palabras en chino y me cobraron los productos sustraídos involuntariamente. Mientras lo hacían, ésta última me dio las gracias y me comentó que ya habían presentado una denuncia a la policía porque en esos días les había “desaparecido” bastante género y que éstos ya habían tomado medidas al respecto. Yo pensé que qué podría hacer la policía ante aquel caos reinante, no creía que dispusieran de tantos agentes como para dedicar algunos a vigilar el supermercado. Yo estaba en lo cierto, no iban sobrados de policías, así que sorprendentemente no dudaron en ampliar la brigada encargada de las misiones especiales, reclutando a nuevos agentes secretos… y ¡gratis!:

Oferta del día 2
<< Alerta de delito / Robo en la tienda Sheng Siong / Testigos, por favor llamar a la policía >>

Inicialmente dudé de que esta medida fuera realmente eficiente, pero lo cierto es que desde entonces ya no miro a los ajetreados compradores con los mismos ojos y… me lo pienso dos veces antes de coger una bolsa de plástico de más cuando la cajera está despistada.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Sin cortarse un pelo

Al contrario que para la mayoría de las mujeres, para mí el mejor peluquero es aquél que cuando te sientas en el sillón ante el espejo comienza su tarea sin mediar una palabra, o como mucho murmulla: “Cómo siempre, ¿verdad?”. La regularidad te hace llegar a ese nivel de entendimiento y comunicación telepática que te permite pasar por la peluquería sin necesidad de gastar una sola gota de saliva. Y desafortunadamente, ese valioso servicio lo pierdes cuando te mudas de domicilio, especialmente si te vas al otro lado del planeta.

Tras el primer mes en Asia, llegó un punto en el que o me enfundaba una camiseta de AC/DC y unos vaqueros ajustados, o mi atuendo no se correspondería con mis incipientes melenas. El criterio que utilicé para buscar mi peluquero asiático fue la proximidad a casa, lo que me llevó a disfrutar de interesantes experiencias por las variopintas peluquerías del barrio. En los dos intentos iniciales salí trasquilado. En el primero literalmente, después de solicitar un corte a tijera, acabé con un “moderno” look escalado. Y en el segundo, por miedo a terminar como en el anterior, acepté el uso de la máquina y al entrar a casa mi mujer me recibió con un marcial saludo castrense.

No podía rendirme, a la tercera va la vencida. El siguiente fue un pequeño local situado en una tranquila plaza peatonal no lejos de nuestro domicilio. Cuando llegué, una de las peluqueras se encontraba en la entrada charlando con un chico joven. En el interior, huérfano de clientes, me recibió otra achinada peluquera que me invitó a sentarme en uno de los dos sillones. El establecimiento emanaba un cierto aire a desactualizado pero sin llegar a lo cochambroso. Cuando la señora terminó de ajustarme la capa, su compañera entró con el joven y éste pasó a encargarse de mí. De su mochila sacó una especie de neceser donde guardaba sus propios utensilios de trabajo. Me preguntó que cómo lo quería y le dije que cortara un par de dedos de largo, a tijera y para peinarlo hacia atrás. Él, que ya tenía la máquina en mano, suspiró mientras la dejaba en la repisa.

Comenzó la tarea por la parte posterior, colocándome unas pinzas a media cabeza. Era la primera vez que alguien utilizaba esa técnica conmigo, ya que al igual que aquel día, normalmente llevo el pelo más bien corto y creo que eso sólo tiene sentido para cortar cabellos largos. Su indecisión a la hora de dar los primeros tijeretazos me dio que pensar, y tras percatarme a través del espejo de cómo le observaban atentamente las dos peluqueras entendí lo que estaba pasando. El imberbe muchacho había venido buscando trabajo… ¡Y yo estaba siendo el conejillo de indias para su prueba de acceso!

Decidí ver el lado positivo a la situación, estaba claro que el aspirante pondría todo su empeño en hacer un buen trabajo. Desde luego lo hizo, lo de ponerle empeño… y calma. Durante más de una hora estuvo cortando aquí, recortando allá y repasando acullá. Mientras, las dos examinadoras no perdían detalle de la evolución estética de mi cabellera. En ciertos momentos al pobre chico le temblaban las manos, sobre todo cuando alguna de las peluqueras orbitaba indiscretamente a mi alrededor y le hacía algún comentario en chino. Por suerte, mis orejas acabaron sanas y salvas, a pesar del amenazante y vacilante zigzagueo de las tijeras. Después de tanto retoque, me dejó el pelo más corto de lo que yo esperaba, pero a esas alturas lo que más me preocupaba era que terminara de una vez. Finalmente, dio por concluida la sesión de tijera y ésta la sustituyó por otro aparejo de corte. Una de las señoras casi se atraganta con la sopa de noodles que se estaba tomando cuando vio que el osado chaval sacó una navaja de barbero de su bolsa.

Navaja
Se me pusieron los pelos de punta, pero no tuve el valor de decirle que no era necesario que me repasara el cuello y las patillas con la navaja. Los cuatro ojos de las peluqueras se concentraron en la delicada operación, y mis poros, ayudados por la ausencia de aire acondicionado y estimulados por las circunstancias, aumentaron el ritmo de mi transpiración, al igual que mi corazón hizo lo propio con las pulsaciones. Inicialmente el candidato se mostró seguro y parecía manejar la cuchilla con destreza, pero mi evidente temor y el escrutinio constante de sus posibles futuras jefas hicieron evidente mella en su confianza. Cada vez que yo sentía el filo por mi pescuezo, un intenso escalofrió recorría mi espina dorsal. No pude evitar pensar si me vería obligado a hacer como aquél del chiste, que ante un barbero que no paraba de hacerle cortes, le preguntó:
     —Disculpe, ¿no tendría usted otra navaja?
     —¿Qué ésta no corta bien? —Le contestó el barbero.
     —Sí, si cortar sí que corta, se la pido para mí… ¡para poder defenderme!

En aquella situación me pareció que el chiste había perdido toda su gracia. La tensión se incrementaba a cada pase de navaja, y llegó al súmmum cuando después de un trémulo lance en mi cogote, el chico se detuvo unos segundos y respiró profundamente. Yo cerré los ojos intentando evadirme de la realidad, pero mi trastornada imaginación no me ayudó, ya qué lo que me vino a la mente fue la imagen de Johnny Depp en el papel de Sweeney Todd perpetrando sus macabros afeitados.

Sweeney Todd
Afortunadamente, nada lamentable sucedió, aunque he de admitir que lo pasé muy mal en aquellos momentos finales. El joven peluquero me retiró la capa y, encontrándome todavía en cierto estado de shock, me dirigí a la caja. Le pagué a la peluquera los diez dólares que me pidió y añadí cinco más de propina. Los tres lucieron unas enormes sonrisas de satisfacción y me despidieron con múltiples “thank yous” y reverencias.

No sé si el chico consiguió finalmente el puesto, ya que como es lógico, no me volvieron al ver le pelo. ¿Y la propina? Pues no la dejé porque acabara satisfecho con el servicio, sino porque en aquel preciso instante sentí una enorme euforia nerviosa por poder finalmente salir de allí…
¡Y por haber salvado el cuello!

domingo, 29 de septiembre de 2013

El Yin y el Yang

Al contrario de lo que ocurre en España, las pipas de girasol no se encuentran disponibles en los quioscos de todo el mundo. Por suerte, ya que me encantan, en Singapur las localicé en un par de supermercados y en una tienda de frutos secos a granel situada en el bullicioso barrio de Chinatown, atendida esta última por un simpático anciano de origen chino. Después de probar las variedades disponibles en los diversos establecimientos, concluí que las mejores eran las de la tienda de frutos secos.

Pipas
Un día, después de finalizar la jornada laboral, me dirigí a visitar a mi proveedor habitual de semillas tostadas de girasol. Al cruzar una calle, me di cuenta de que al lado de una columna del porche de un edificio había un joven de unos treinta años tendido en el suelo. En Singapur no es inusual encontrar gente tumbada en ciertos lugares echando una siestecita, con este clima, una buena sombra es poco más de lo que se necesita. Sin embargo, normalmente los ves en parques o en rincones no muy transitados, pero no en un sitio como aquél. La posición de su cuerpo también me hizo sospechar que algo no encajaba. Decidí acercarme.

Cuando me agaché junto a él y vi sus ojos estáticos y su boca abierta, un escalofrió recorrió mi cuerpo. Le pregunté si se encontraba bien y apenas pudo mover su cabeza con un gesto de negación. Lo primero que pensé es que se habría desmayado y rápidamente le levanté las piernas para facilitar que la sangre le llegara al cerebro. Tras unos instantes, me di cuenta de que eso no estaba teniendo ningún efecto. Un transeúnte se acercó ofreciéndome su ayuda y yo le pedí con cierta desesperación que llamara urgentemente a una ambulancia. Seguidamente, me arrodillé al lado del chico, que continuaba inmóvil. Le agarré su mano y mientras se la apretaba le dije: “No te preocupes, todo va a salir bien”, él me miró y me dedicó una imperceptible sonrisa.

Para cuando el singapurense había terminado de llamar a la ambulancia, un pequeño grupo de gente nos rodeaba y no paraban de interrogarme intentando averiguar qué había ocurrido. Decidí encomendarle a mi improvisado ayudante la labor de mantener a los curiosos a distancia, ya que bloqueaban el flujo de aire y claramente advertí que incomodaban al convaleciente. De repente, los ojos de éste comenzaron a ponerse en blanco y su cabeza a inclinarse hacia un lado. Yo no sabía qué hacer, y por un momento pensé que iba a convertirme en el testigo de su muerte. Instintivamente le grité diciéndole: “¡Eh amigo! ¡Estoy aquí!”. Sus iris volvieron a su lugar y me dirigió una mirada que parecía de despedida. Los míos se empañaron y mi alma se estremeció. Mientras él luchaba por mantener su forzada respiración, yo decidí no dejar de hablarle y cuando sus ojos se entornaban precediendo una posible rendición, yo le sujetaba más fuerte de la mano y le iba repitiendo: ¡Quédate conmigo! ¡Sigue respirando! ¡Mírame! ¡Estoy aquí contigo! ¡Todo va a ir bien! Los minutos se hacían eternos, le pregunté si sentía dolor en alguna parte de su cuerpo y con mucho esfuerzo, se llevó su otra mano al pecho. Más tarde los médicos confirmarían que había sufrido un ataque al corazón.

Ambulancia
Cuando la ambulancia llegó todo fue muy rápido, en un santiamén lo auscultaron, lo llenaron de cables, lo metieron en el vehículo y desaparecieron. El hombre que había llamado al servicio de urgencias y yo nos quedamos allí parados durante unos instantes intentando asimilar lo que acabábamos de atestiguar. Amablemente me dijo que me invitaba a tomar algo y nos dirigimos a una cafetería cercana.

Ya sentados, mientras degustábamos sendos cafés con hielo, tuvimos la siguiente conversación:
     ―Oye, ¿y tú viste cómo se desmayaba? ―Me preguntó.
     ―No, cuando yo llegué, él ya estaba en el suelo.
     ―¿Y no lo vio más gente antes de que tú le atendieras?
     ―Pues no lo sé, delante de mí iban caminando más personas, supongo que no se dieron cuenta. ―Le respondí.
     ―Vaya, precisamente tú, un extranjero, fuiste el primero en atenderle… ¿No pensarás realmente que todos los singapurenses somos kiasu?

Aquí esta palabra se escucha mucho junto con otra, kiasi. Ambas provienen del hokkien, un dialecto del chino que se habla en el sudeste asiático. Kiasu significa miedo a perder, se usa para describir a personas egoístas e irrespetuosas hacia los demás. Kiasi se asocia a hacer lo que sea para conseguir el éxito, su significado literal es miedo a la muerte. El año pasado se realizó una polémica encuesta que causó cierto revuelo en los medios de comunicación. En ella preguntaban a los habitantes de Singapur por los valores con los que se definirían. Los resultados fueron sorprendentes, ya que los propios singapurenses se describieron como kiasu, kiasi, competitivos, egocéntricos y materialistas. Sinceramente, creo que los encuestados fueron bastante críticos con ellos mismos. Durante estos años, yo me he encontrado de todo, y comparto aquello que dijo alguno de los múltiples filósofos que invaden el facebook: “Los gilipollas están repartidos uniformemente por todo el planeta, al igual que las buenas personas”.

La conversación continuó con mi compañero de experiencia y, a pesar de que yo no le entraba al trapo, él seguía obsesionado con el tema. Me decía que seguramente había sido una casualidad el que yo lo viera primero, que eso del kiasu es un poco mito, ya que él ayuda a todo el mundo, y que sus amigos y su familia son muy buena gente. Volvió a preguntarme si yo había visto a muchos peatones delante de mí que hubieran podido ignorar deliberadamente al hombre en el suelo. Le repetí que claro que pasaron más personas, esa es una calle muy concurrida, pero que evidentemente no podía asegurar que simplemente pasaran de largo. Él prosiguió con su mitin, justificando ciertas posibles actitudes egoístas en Singapur debidas a la gran densidad de población y a la alta competencia por la vivienda y el trabajo. Su bla, bla, bla no tenía fin y en cierto momento llegué a pensar si me estaba reprochando el no haber dejado que hubiera sido un lugareño, y no yo, el que asistiera al yacente. Francamente, me puso la cabeza como un bombo y después de lo que había pasado, lo último que me apetecía era aguantar un sermón como ese. Así que me levante y…

[En mi imaginación (El Yin)]… saqué una pistola y le di un par de tiros. “Al final, un día sin pena ni gloria, salvé a uno y me cargué a otro, todo vuelve al equilibrio”, pensó mi yo imaginario.
Girasol
[En la realidad (El Yang)]… le di las gracias por el café, eché una mirada a mi reloj y le dije: “lo siento pero me tengo que marchar porque me cierran la tienda de las pipas”, en ella me esperaba el amable dependiente que me recibiría con su positivo karma habitual.

sábado, 1 de junio de 2013

Intimissimi

Llegamos al aeropuerto de Siem Reap dispuestos a pasar unas calurosas Navidades en Camboya. En la pequeña sala de recogida de equipajes, sabiéndose protagonistas, las maletas se contoneaban mientras hacían su habitual desfile de modelos. Los asistentes las recibían con gran expectación, algunos se abalanzaban sobre ellas con febril entusiasmo y otros las esperaban pacientemente a que coquetamente se les acercaran. De un modo u otro todas encontraban su pareja, con la que juntos partían con destino a la habitación de algún hotel. Todas menos una, la mía. En verdad fue ella la que me dio plantón, dejándome atormentado por la duda de si algún día volvería a verla.

Nos dieron las nueve de la noche formalizando la debida reclamación, que el operario tecleó en su voluminosa máquina de escribir con gran parquedad y al puro estilo mantis religiosa, fijando su vista en la figurada víctima y lanzando sus índices alternativamente sobre ella. Cuando finalmente llegamos a la habitación de nuestro hotel, sin mi maleta y sin su indispensable contenido, caímos agotados en la cama.

A las siete de la mañana ya estábamos a las puertas de la agencia donde íbamos a iniciar nuestra primera aventura camboyana, una ruta en bicicleta por la selva para visitar varios de los templos de Angkor. Salvé la falta de ropa con un pantalón corto que me prestó mi mujer y con las zapatillas y el polo con los que viajé el día anterior. El recorrido fue espectacular. La especial comunión de la vegetación con las piedras de los templos semi-derruidos impregnaba el tórrido ambiente con un inquietante halo mágico. Uno de mis favoritos fue el templo Ta Prohn, donde se rodaron varias escenas de una de las películas inspiradas en el video juego “Tomb Raider”. Este juego se hizo famoso no sólo por sus aventuras laberínticas sino también por su despampanante protagonista Lara Croft, papel interpretado en el film por la no menos virtual Angelina Jolie. En el templo Ta Prohn se atestigua cómo la naturaleza reclama su derecho a recuperar un espacio que le fue arrebatado y cómo parsimoniosamente utiliza vegetación y árboles para engullir e intentar digerir la dura roca invasora.

Ta Prohm 1  Ta Prohm Temple, Angkor, Cambodia

Después de la templaria y fatigosa jornada, nada más llegar a la recepción, reservamos sendas sesiones de masaje en el spa del hotel. Había olvidado el disgusto de la maleta, pero tras la ducha me encontré sin ropa interior que ponerme ¡Qué le vamos a hacer! Después del masaje ya tendríamos tiempo de ir a comprar algo de vestimenta. Así que como solución de emergencia me enfundé unas monas braguitas de mi mujer, me envolví con el albornoz y ¡listo!

La masajista, aun siendo menuda, era algo más alta que el resto de sus compañeras y llamaba un poco la atención porque su uniforme había sido deliberadamente entallado para dar protagonismo a sus senos, que tenían toda la pinta de haber sido tuneados tanto en forma como en tamaño. Tras acomodarme en la camilla comenzó a hacerme preguntas y antes de darme tiempo a responderle me contó que era tailandesa y que llevaba más de dos años en Camboya. Mis réplicas fueron monosilábicas para hacerle entender que prefería disfrutar del masaje en silencio, lo captó enseguida y mentalmente agradecí que no hubiera llegado a hacer mención alguna a mi nariz.

Spa

El masaje fue realmente excepcional, diría que el mejor que me han hecho nunca. Sus manos presionaban con la fuerza justa usando la cantidad idónea de un aceite aromático, que junto con la suave música me trasladaron a un estado de profunda relajación. Hacia la mitad de la sesión me indicó que me girara y me colocara boca arriba. Durante dicho movimiento ella pudo atisbar mi inusual ropa interior y, lejos de parecer sorprendida, me miró y me lanzó una suave sonrisa. Continuó sus friegas por los pies, siguiendo por piernas y brazos. Su destreza y delicadeza eran tales que en determinados momentos llegó a rozar lo sensual. La terapia concluyó con un embriagador masaje capilar que casi me deja en trance. Convencida de haber cumplido con las expectativas, buscó mi aprobación preguntándome si su trabajo había sido de mi agrado. Somnoliento aún, le respondí que había sido excelente y elogié su gran habilidad como terapeuta. Ante mis positivas palabras ella se animó y continuó dándome conversación. Una vez averiguó mi procedencia, me confesó que tuvo un novio español muy atractivo, del que estuvo profundamente enamorada y al que, según ella, yo me asemejaba. Sin darme tiempo para reaccionar ante el sutil piropo y adoptando un tono seductor en su voz, me susurró que le encantaba mi ropa interior ¡Ups! Cuando medio tartamudeando intenté explicarle por qué llevaba unas braguitas de mi mujer, me interrumpió y me dijo:

―No te preocupes no tienes que avergonzarte, a mi también me gustaba llevar lencería femenina.
―Qué quieres decir con que te gustaba, ¿ya no te gusta? ―Le pregunté.
―Claro que sí, y ahora mucho más. Lo que quiero decir es que yo también me la ponía cuando era un chico, antes de operarme los pechos y convertirme en ladyboy ―Me contestó ella… o él, según se mire…
               

sábado, 2 de marzo de 2013

Si bebes…

Me enfrentaba a mi primera cena de negocios en China y mi jefe, enigmático como son los orientales, justo antes de ésta, me dijo que teníamos que quedar bien y aguantar. No entendí a lo que se refería pero no me dio opción a réplica. Nos invitaba una compañía proveedora, representada por dos comerciales y el propietario. Por parte de mi empresa asistíamos mi jefe, el director de la fábrica y yo.

Nos llevaron a un restaurante especializado en Hotpot. Éste consiste en un surtido de verduras y diversos tipos de carnes “acarpacciadas” que uno mismo se las va cocinando en una cazuela con un caldo de sopa que se mantiene caliente con un quemador de alcohol, al estilo fondee. Antes de que nos instalaran nuestra respectivas ollas, cada uno de nosotros ya había dado buena cuenta de un par de Tsingtaos, la cerveza más popular del país. Nuestros anfitriones, autenticas chimeneas vivientes, las acompañaron de un cigarrillo tras otro… Sí, allí todavía se puede fumar en muchos lugares públicos.

             Hotpot  Tsingtao

Yo no soy amante de las comidas tipo picoteo, pero el hambre que tenía y lo entretenido de sumergir y pescar con los palillos cada bocado en el puchero, me hicieron disfrutar del curioso ágape. Cuando estaba a punto de llegar la tercera Tsingtao, el cabecilla de los proveedores nos sorprendió sacando otras dos botellas que, desafortunadamente, no contenían cerveza, sino vino chino. Esta denominación es ciertamente engañosa, ya que en realidad no se trata de vino sino de un aguardiente que se extrae de diferentes plantas o semillas, y que puede llegar hasta el 53% de volumen de alcohol. Tras despojar a una de ellas de su encarnado tapón, procedió a llenar nuestros vasos y esgrimiendo una desafiante sonrisa dirigió su mirada a mi jefe y le dijo: 干杯, que a mi me sonó como “Can-pei”, y que su traducción literal sería “secar el vaso”, vamos, bebérselo todo. Ambos se pimplaron el licor de un trago y ceremoniosamente se mostraron mutuamente sus respectivos vasos vacíos. A partir de ese momento los “Can-peis” se sucedieron, siempre entre dos comensales, que yo más que como compañeros de brindis, identifiqué como retador y retado.

Vino Chino
En mi primer duelo, fui incapaz de tomarme todo el contenido del ardoroso líquido. Como penitencia, tuve que soportar las carcajadas del resto de los presentes y al ocaso de éstas conseguí rematar el objetivo con un segundo trago. Evité las mofas en los siguientes “Can-peis”, pero tuve que aplacar con un sorbo de cerveza fresca la abrasión que esa lava transparente me producía cuando descendía por mi esófago. Con la sopa caliente y el licor, pronto llegaron los sudores… y los primeros síntomas de mareo. Decidí apearme del tren del vino chino y para evitar que continuaran atiborrándome con ese férvido veneno, mantuve mi vaso lleno de cerveza en todo momento. A pesar de las quejas iniciales de nuestros contrincantes, continué los brindis con Tsingtao. De todas maneras, el mal ya estaba hecho, y tuve confirmación de ello cuando absorto en una de las acaloradas conversaciones creí entender todo lo que decían, lo que era totalmente imposible, ya que nuestros compañeros de mesa no hablaban ni una sola palabra de inglés. Así que decidí ir inmediatamente al lavabo para refrescarme la cara con un poco de agua e intentar recuperar mi menguante lucidez.

A mi regreso continuaban bebiendo, fumando, comiendo y discutiendo en un tono cada vez más elevado, hasta tal punto que atraíamos las miradas del resto de la concurrencia del restaurante. Alrededor de nuestra mesa, el suelo se había convertido en una constelación de colillas, servilletas de papel y restos de comida, que mis acompañantes lanzaban sin remordimiento alguno. A aquellas alturas, al conversar con mi jefe y mi colega, pude constatar que la dislexia etílica de ambos era sustancialmente importante, resultándome tan difícil entender tanto a ellos como a los otros.

Súbitamente el dueño de la empresa proveedora se levantó y nos dirigió un pequeño discurso en chino. Mientras lo hacía, el resto asentía aparentando gran interés, y al terminar fue recompensado con aplausos y vítores. A continuación llenó nuestros vasos y nos invitó a brindar de nuevo todos juntos. Tras sorber hasta la última gota, el complacido orador procedió a encenderse un cigarrillo, sin embargo, el mechero se le resbaló entre los dedos y cayó directamente en su cacerola. Sus ya mermados reflejos le jugaron una mala pasada y, para recuperarlo, instintivamente metió la mano en la candente sopa… “¡Aaaaaaaah!”, su desgarrador grito lo acompaño con un brusco movimiento que desparramó el alcohol en llamas del quemador sobre la mesa. Se armó un gran revuelo y, por suerte, la rápida intervención de un camarero que lo sofocó inmediatamente con un mantel evitó que el desafortunado incidente provocara el pánico. Tras un par de “Can-peis” más, por fin dimos la velada por concluida y nos dirigimos de vuelta al hotel.

Con diferencia, mi jefe había sido el protagonista de la mayoría de los brindis y así lo evidenciaba su estado. Su cara resplandecía colorada como un farolillo chino y, ya en el ascensor del hotel, sus ojos se entornaban y abrían acompasadamente en su intento de resistencia ante el agotamiento producido por el exceso alcohólico. Una vez en el pasillo de nuestro piso, avanzamos balanceantes como si camináramos por la cubierta del Titanic momentos antes de su hundimiento. Al llegar a su habitación, me echó el brazo al hombro y me dijo balbuceando: “Ja ja ja, ¿Has vizto? Ezos capullos no zaben beber”. Le ayudé a abrir la puerta de su habitación y después me arrastré a la siguiente, que era la mía.

Cuando por fin me desplomé sobre la cama, escuché cómo al otro lado de la pared, mi jefe expulsaba a horcajadas el mejunje pre-digesto de verduras, carne, sopa, licor y cerveza. Y recordando el flamígero suceso del restaurante, pensé que las autoridades del país deberían contratar al correspondiente Stevie Wonder chino y lanzar la campaña: ¡Si bebes… no cenes Hotpot!

viernes, 21 de diciembre de 2012

¡Vaya marrón!

Aviso: La siguiente historia puede herir la sensibilidad de ciertas personas, y la de algunas otras, todo lo contrario.

Mi jefe estaba muy contento porque habíamos conseguido un pedido de seis millones de anzuelos para un cliente gallego. Estos se utilizan en la pesca comercial de la merluza, y debíamos entregar cada uno de ellos con sus correspondientes dos metros de sedal. En mi última visita a la tierra del marisco, el comprador me había enseñado como atar el hilo al anzuelo, y por ello, mi jefe me colgó la etiqueta de experto en nudos de pesca. Como tal, mi siguiente labor sería trasmitir ese conocimiento a las escuadrillas de mujeres de la china rural que, con sus endurecidas manos, se encargarían de realizar los millones de diminutos nudos.

Ya llevaba unos días en la ciudad de China donde la empresa para la que trabajo tiene una de sus fábricas. Por suerte soy omnívoro, en el amplio sentido de la palabra, y me adapté bien a las costumbres culinarias del lugar. Cada día desayunábamos los típicos noodles ―sopa de fideos largos― en un cochambroso local que no cumpliría ni una sola de las normas europeas de manipulación de alimentos. A mediodía, las comidas siempre tenían lugar alrededor de una mesa circular con su característica plataforma giratoria, donde multitud de platos circulaban al ritmo del apetito de los comensales. Curiosamente, siempre nos proveían a cada uno con un plato, un vaso y un bol plastificados conjuntamente. Me explicaron que esto era por motivos higiénicos, ya que nadie se fía de que los puedan lavar bien en los restaurantes. No considerándolo suficiente, una vez liberados del film, y para acabar con todo posible rastro de bacterias, los enjuagaban con el agua caliente de una gran tetera. El multicolor tiovivo alimentario solía estar compuesto por una gran sopera central, diferentes tipos de verduras, tofu, arroz, carnes y un pescado con todo su cuerpo presente. Excepto este último, todos ellos se presentaban troceaditos para facilitar su captura con los populares palillos chinos, sin embargo, como si fueran rapaces famélicas, al pobre pez lo picoteaban indiscriminadamente con los palillos.

       Mesa china    Platos plastificados

Aquel día nos tocaba desplazarnos a algunas de las aldeas más lejanas, donde tendríamos que instruir a diferentes grupos de hortelanas en el arte del atado del anzuelo. Después de uno de los mencionados ágapes, y tras casi una hora por enrevesados y bacheados caminos, llegamos al lugar de nuestra tercera formación del día. Las amables campesinas siempre me recibían sonrientes y atendían con gran interés a todas mis explicaciones. Después de todo, yo era el “experto” que les iba a enseñar lo que les permitiría ganarse unos yuanes extra, muy pocos, poquísimos por pasarse jornadas enteras anudando miles y miles de anzuelos. Llegamos a la fase de prácticas, las aplicadas señoras me mostraban sus avances, y yo les contestaba con un hen hao (muy bien) o con una mueca que les indicaba que tenían que seguir practicando.

Atando
Había sido un día muy largo, y a esta última sesión llegué algo mareado y con cierto malestar, que yo se lo achaqué a los ajetreos del camino. Sin embargo, al igual que los temblores previos a una gran erupción volcánica, mis entrañas comenzaron a rugir y de repente recordé que había olvidado el Fortasec en la habitación, siempre imprescindible en los viajes a China. El tema avanzó rápido, ya se sabe como son estas cosas, y le pedí a mi compañero, que hacía de traductor, que preguntara donde estaban los lavabos. El me miró con cara de sorpresa y me dijo: ¿Aquí quieres ir al servicio? Yo le contesté que era una urgencia, así que él habló con la encargada y me indicó que la siguiera. Para mi sorpresa, salimos de la casa, atravesamos el huerto trasero, cruzamos la valla por la pequeña verja posterior y fuera del recinto me encontré con las excepcionales instalaciones. Disimulé mi estupor y le di las gracias a mi guía, que se retiró y me dejó ante el gran dilema. Era una destartalada caseta, con un aspecto superlativamente mugriento y sin ningún tipo de puerta o cortina que pudiera proporcionar la deseada intimidad para esos menesteres. Más que lo que era, parecía el acceso a unas tenebrosas mazmorras medievales. Sólo de verla, mi estado empeoró y al cuadro sintomático se unieron las nauseas. El dilema en realidad no era tal, ya que como hubiera dicho el mismísimo Jack Bauer para justificar lo injustificable: “I don’t have any other choice” (No tengo otra elección). Así que me armé de valor y me aproximé hasta la entrada de la garita.

Lavabo
Desde allí el panorama rozaba el surrealismo. Evidentemente no esperaba encontrarme una inmaculada taza de váter, pero aquello superó todas mis posibles elucubraciones. El habitáculo estaba dividido por una pequeña zanja de menos de un palmo de profundidad que continuaba hacia el exterior por debajo de la pared trasera. La regata hacía de “blanco” a la hora de disparar las deposiciones, de eso no quedaba duda, ya que los proyectiles de los anteriores tiradores yacían en ella, configurando una esperpéntica línea de múltiples cromatismos pardos. Los retorcijones se intensificaron y a pesar de la comprometida situación, en mi mente surgió un inesperado empuje de optimismo antes de ponerme en acción, y éste fue que por suerte era invierno y no había rastro de mosca alguna revoloteando. La siguiente convulsión intestinal bloqueo toda mi actividad cerebral y me urgió a posicionarme intentando evitar contacto alguno con el entorno. Ya en cuclillas, no quise mirar hacia abajo, pero el intenso hedor no me permitía olvidar todo lo que allí reposaba. Al borde del desmayo hice mi contribución con tonos pastel a la impresionista obra. Fue una experiencia límite pero, como en toda película de terror, cuando las cosas parece que no pueden empeorar… ¡van y lo hacen! Una vez hube terminado, me di cuenta de que la urgencia de la situación no me permitió anticiparme a las necesidades post actum ¡No tenía papel! Busqué infructuosamente con la mirada en todos los rincones de la roñosa chabola ¡Vaya marrón! No encontré ni rastro de nada que pudiera servirme para superar la situación. Sumido en la desesperación, adopte la posición de El pensador de Rodin pero situando la mano en mi frente, cuando de repente, escuché unos gritos cada vez más próximos de una voz femenina. Me quedé inmóvil, inanimado, inerte e incrédulamente expectante ante lo que iba a suceder. Apareció ante mí la señora con un rollo de papel higiénico en la mano. Mi rostro hizo una inmediata transición de una enfermiza palidez a un intenso rubor. Con toda naturalidad, ella estiró el brazo ofreciéndome el preciado presente y yo, mientras me encogía de vergüenza hasta prácticamente desvanecerme, hice lo propio para recogerlo.

Una vez concluido el incidente y mientras me alejaba del lugar de los hechos, me giré y dirigiendo mi mirada hacia el lúgubre retrete, me prometí que aquello quedaría por siempre jamás entre la mujer, él y yo… y que nunca le contaría a nadie lo que allí había acabado de suceder.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Por narices

Después de unos meses desde nuestro establecimiento en el sudeste asiático me daba en la nariz que necesitaba graduarme la vista. Llegué con el tiempo justo a la óptica, pero, por muy poco, evité que me dieran con la puerta en las narices. Una simpática oftalmóloga de origen indonesio me atendió y certificó que efectivamente mi miopía se había acentuado, poco, pero lo suficiente como para requerir la sustitución de las lentes de mis gafas. Como en tantas otras ocasiones, soporté con paciencia y una sonrisa el manido discurso de las narices sobre los beneficios de la operación láser. La idea de que me solucionen mis problemas visuales usando la espada de Darth Vader nunca a sido de mi agrado. Así que rechacé su oferta argumentando que mucha gente lleva gafas, incluso sin cristales, únicamente por motivos estéticos, y que además, a mí no me causan ninguna molestia. A lo que la pequeña oculista contestó: “Claro, le entiendo, esa gran nariz que tiene es un buen soporte para sus gafas y por ello no le son incómodas”. Mis ojos se abrieron como platos, “¿Cómo? ¿Me está llamando narizón en mis propias narices?” —Pensé con perplejidad—. Ella enseguida matizó su afirmación y me explicó que hay una gran cantidad de asiáticos chatos, que tienen verdaderos problemas a la hora de llevar este accesorio de corrección visual, y que su alegato debía tomármelo como un halago, ya que mucha gente en estas latitudes desearía tener ese apéndice sensorial tan grande y estilizado como el mío.

Perfil
 
Hasta aquel incidente no me había fijado, pero tras un interesante ejercicio de observación me di cuenta de que no le faltaba razón. En algunos casos el puente nasal entre los ojos de los asiáticos es prácticamente inexistente, como si se lo hubieran hundido hacia dentro. Sus aparatos olfativos tienden a ser más anchos que altos y hay casos extremos en los que el par de orificios parecen una escopeta recortada apuntando amenazadoramente.

Ya me olía yo que no sería la última vez que iba a recibir comentarios de ese tipo y pronto me di de narices con ellos. Así, la parte exterior de mis fosas nasales ha sido objeto de piropos por parte de recepcionistas de hotel, camareros y masajistas, entre otros. Al principio hice el esfuerzo de tomármelos como una demostración de cierta envidia sana, pero acabaron por hacerme sentir como Góngora al leer el famoso soneto de su gran “amigo” Quevedo, y he de reconocer que llegaron a tocarme las narices.

Uno de estos episodios tuvo lugar en Tioman, una isla de Malasia en la que hicimos un curso de submarinismo. Cuando llegó la hora de repartir las máscaras de buceo, el monitor, que previamente ya nos había mostrados sus dotes de orador chistoso, me miró y me dijo: “Mmm... con esa nariz creo que vamos a tener problemas para encontrar una máscara que te sirva”, y para redondear la gracia continuó con: “Quizás, hasta necesites dos botellas de oxigeno, ja, ja”. Me giré hacia mi mujer y le susurré: “Ya estamos otra vez, ¡este tío es un tonto de las narices!”. Lo más gracioso es que lo decía en serio. Cuando se acercó para darme a probar algunas de ellas, la mayoría eran de tallas pequeñas. Me propuso unas antiguas y horribles gafas de buceo, aquellas que tenían un único cristal ovalado, a lo que me negué rotundamente. Asomé la nariz a la caja de las máscaras y me probé un gran número de ellas. El instructor no paraba de meter las narices en mi proceso de selección, desaconsejándome el uso de todas y cada una de mis elecciones, hasta que finalmente acabó por hincharme las narices y decidí ignorarlo.  Elegí unas con un toque moderno que me quedaban de narices, bueno, a decir verdad, un poco ajustadas.

Máscaras
 
Nos sumergirlos en el cálido mar de la China, donde durante unos 45 minutos descubrimos coloridos peces tropicales, tortugas marinas y espectaculares arrecifes de coral. En ese intervalo de tiempo la presión hidrostática empujó de forma implacable la máscara contra mi rostro y para cuando salimos del agua el dolor en la parte superior de mi apéndice nasal era casi insoportable. A pesar de lo que evidenciaba mi enrojecida zona inter-ocular, sufrí el dolor en silencio para proteger mi hemorroidal orgullo. Y todo por usar unas gafas de buceo que, a pesar de los reiterados avisos, decidí ponérmelas por narices.
     

martes, 17 de julio de 2012

Aromaterapia

Hace unos meses nos embarcamos en nuestro particular “Vietnam Express”. En tan sólo 9 días recorrimos de norte a sur ese reducto de comunismo desgastado. Unos 1.500 kilómetros en los que posiblemente utilizamos todos los medios de transporte disponibles. Entre muchas de esas actividades locomotoras, caminamos por las montañas de Sapa, navegamos por las aguas de la impresionante Ha Long Bay, “turisteamos” en moto por la ancestral Hue, pedaleamos hasta las playas de Hoy An y visitamos en rickshaw la capital Ho Chi Minh. Durante esos días, Willy Fog se convirtió en nuestra inspiración.

Sapa Ha Long Bay Rickshaw

En el ecuador de nuestra ruta, hicimos escala en Hoy An. Una pequeña ciudad a orillas de río Thu Bồn, donde, a base de degastar suela por sus calles peatonales, el reto es ir descubriendo sus fascinantes rincones. Pagodas, casas museo, tiendas de artesanía, casas de té y mercadillos hicieron de estaciones en nuestro ajetreado tren de visitas. Al caer la tarde, exhaustos, decidimos volver al hotel para darnos un respiro hasta la actuación de danzas locales que tendría lugar dos horas más tarde. Durante el trayecto, valoramos la alternativa de descansar disfrutando de un masaje, ofrecidos ampliamente en la mayoría de países asiáticos. Como no acertábamos a localizar ninguna de esas típicas casas de masajes, acabamos preguntando a una de las dependientas de los múltiples y variopintos puestos ambulantes. Al parecer, era nuestro día de suerte, precisamente su hermana tenía un local de masajes en la zona del mercado, a una media hora andando. La avispada chica enseguida dedujo por nuestra expresión que no estábamos dispuestos a emprender tal caminata, y nos ofreció, como parte del acuerdo, el transporte en moto hasta el lugar. Su simpatía y ganas de ayudar vencieron nuestra inicial reticencia y terminamos por aceptar el trato.

Tras el estresante slalom en ciclomotor por las estrechas calles de la ciudad, llegamos a nuestro destino. No nos engañó nuestra improvisada agente turístico, el local se encontraba literalmente en la zona del mercado. Concretamente escondido tras los puestos callejeros, donde, incumpliendo toda posible norma sobre manipulación de alimentos, se comerciaba con todo tipo de carne animal, incluyendo la de perro y exhibiendo macabramente las cabezas de éstos. El lugar era una especie de ¨salón de belleza¨ donde ofrecían desde un corte de pelo hasta los mencionados masajes. El suelo de cemento desgastado, las paredes desconchadas, el antiguo mobiliario y las descoloridas fotos de modelos con peinados de los 80, le hacían encajar perfectamente con los destartalados tenderetes del mercado que se veían al otro lado del escaparate. A pesar de ello, y tras inspeccionar la sala donde se encontraban las camillas, decidimos seguir adelante, ya que el lugar era básico pero limpio, y además, porque al estar situado en la zona peatonal de la ciudad, la otra alternativa era volver caminando al hotel.

El masaje cumplió con las expectativas, siendo tan cutre como el establecimiento. Las masajistas no paraban de hablar entre ellas, la mía hasta tarareaba las canciones que ella misma seleccionaba en su móvil, y en general, más que haciendo un masaje, parecía que estaban amasando una pizza. Sus dedos eran tan delicados que ni el aceite aromático disimulaba que sus endurecidas yemas tenían la textura de una lija del nº 40. Para finalizar con su repertorio de friegas, la señora que me atendió me masajeó el rostro, algo que no me habían hecho hasta entonces. El arco de las cejas, los laterales nasales, los mofletes, la barbilla, e incluso la zona del bigote. Llegado a ese punto la sensación fue muy extraña, ya que como parte del servicio de aromaterapia, yo había pedido aceite de lavanda. Sin embargo, cuando sus dedos acariciaron las proximidades de mis orificios nasales, percibí un olor intenso y bastante desagradable que no llegué a identificar, pero que ciertamente no era el del aromático espliego.

Al día siguiente continuamos con nuestro deambular por la ciudad y por casualidad acabamos pasando por las concurridas callejuelas del mercado. En las proximidades del ¨salón de belleza¨ de la tarde anterior, me pareció ver atendiendo en uno de los puestos del mercadillo a la señora que me hizo el masaje. Efectivamente era ella, ya que cuando me vio, me saludó balanceando el gran cuchillo que tenía en su mano, y que seguidamente, lo abalanzó bruscamente a modo de hacha contra el salmón que aguantaba con la otra mano, al que le cercenó de un tajo la cabeza, y tras lo cual, le extrajo las vísceras.
         

martes, 22 de mayo de 2012

Cuatro gotas

   “En la calle, un amigo se encuentra a otro y le pregunta:
    - ¿Qué haces corriendo detrás del autobús?
    - Pues porque corriendo detrás del autobús me ahorro el euro
      que cuesta el billete.
    - ¿Y por qué no corres detrás de un taxi y así te ahorras 25 euros?”

Después del partido de fútbol de los miércoles por la tarde, mochila a la espalda, me dirigí a la parada de metro. Comenzó a chispear, pero, debido al calor tropical, las gotas que salpicaban el suelo apenas lo humedecían unos segundos. Una oscura nube que asomaba en el horizonte me hizo plantearme por un segundo la posibilidad de coger el taxi que se dirigía hacia mí con su destellante piloto verde. Sin embargo, el profundo sentido del ahorro que mis padres me inculcaron durante mi infancia prevaleció en mi proceso cognitivo, y decidido, continué hacia el metro mientras el taxi pasaba de largo. Total, ¡sólo caían cuatro gotas!

Durante el viaje, el gélido aire acondicionado del tren me hizo imaginar como un grupo de pingüinos correteaba por el vagón mientras uno de ellos intentaba quitarme mis chanclas, las flip flops como muy descriptivamente las llaman aquí.

Cuando salí de la parada, todavía me quedaba un paseo de algo más de diez minutos hasta llegar a casa. A pesar de ser en su mayor parte cuesta arriba, es una caminata que me resulta agradable, ya que atraviesa un colorido jardín urbano llamado Outram Park. Aunque en ese momento no llovía, el enorme nubarrón situado sobre mi cabeza le confería un ambiente tétrico al parque, mientras engullía la luz y lo pintaba con lúgubres tonos grises.

Nubes Singapur

En ocasiones, la lluvia en esta parte del planeta roza lo paranormal. Puede comenzar tan súbitamente como los cortes publicitarios en televisión, y a la vez llegar a ser tan intensa y espesa como un programa de Eduard Punset. Y cuando esto ocurre, más te vale estar a cubierto. No fue ese mi caso, ya que toda la expectante furia que el cielo almacenaba se precipitó bruscamente sobre mí en forma de tromba de agua, y en el lugar más inadecuado. Me encontraba en un camino asfaltado que ascendía por una pequeña colina de césped. Tan rápido como pude, me refugié bajo el árbol más cercano. Pero para cuando conseguí sacar mi paraguas del fondo de la mochila, chorreaba más agua que Bob Esponja haciendo abdominales. La intensidad era tal, que en cuestión de segundos el camino se convirtió en un potente torrente de un sorprendente caudal. Para evitar que la mochila se empapara me la colgué en mi pecho y, forzado por la falta de protección que me ofrecía el árbol, decidí proseguir ascendiendo por la estrecha acera. Llegó un punto en el que para continuar debía pasar al otro lado del camino, y por lo tanto, no me quedaba más remedio que cruzar el recién formado riachuelo. Por un momento contemplé la posibilidad de quedarme allí encogido hasta que la tormenta terminara, pero un deslumbrante relámpago seguido del consiguiente aterrador trueno instantáneamente me convencieron de lo contrario. La lluvia no me daba tregua y apenas me permitía ver unos metros, seleccioné un punto donde la corriente se concentraba en los laterales del camino y me preparé para dar el gran salto.

¡Una…, dos…, y tres! Salté con todas mis fuerzas, pero ocurrió algo con lo que no contaba. El paraguas hizo una especie de efecto paracaídas, que frenó el avance de la parte superior de mi cuerpo y que me desequilibró con desastrosas consecuencias. Cuando mi pie tocó el suelo, me encontraba tan inclinado hacia atrás que el patinazo fue espectacular. Una pierna tras otra se elevaron en el aire, mis brazos se agitaron como si estuviera intentando volar, y tras ese segundo de levitación ―tipo dibujos animados― caí a plomo y de culo en medio del torrente. El dolor en mi coxis fue tan intenso que apenas noté que había esclafado el paraguas con mi espalda. Intenté incorporarme para evitar que la mochila acabara totalmente mojada, y mientras lo hacía pude ver como una de mis flip flops navegaba corriente abajo hasta que la boca de un desagüe la engulló repentinamente. Conseguí levantarme. Algo renqueante, con el paraguas destrozado, calzando una única chancla y totalmente empapado, continué mi camino a casa. Cuando llegué y entré por la puerta con mi terrible aspecto de náufrago urbano, mi mujer me observó incrédula y dijo: ¿Qué te ha pasado? Pero hombre, si llovía tanto, ¿por qué no has cogido un taxi?

Perder una chancla: 15€… Romper un paraguas: 25€… Aprender de un error: no tiene precio.
   

domingo, 1 de abril de 2012

Torre de Babel

En un aeropuerto secundario de Pekín, dedicado únicamente a vuelos internos, entré en el avión que me llevaría a mi destino, una ciudad industrial de China –con uno de esos nombres impronunciables– donde la empresa para la que trabajo tiene una de sus fábricas.

Normalmente prefiero ir en un asiento de ventanilla, pero la señorita de facturación, consciente de su limitado nivel de inglés, abogó por no darme opción y me colocó en un asiento central de los tres que tenía el avión a cada lado del pasillo. Yo era el único occidental de todo el vuelo y, mientras avanzaba en busca de mi asiento, pude sentir las decenas de rasgados ojos que me escrutaban como previamente lo había hecho el escáner del aeropuerto. A mi derecha se sentó un businessman chino que se pasó todo el viaje entretenido con su ipad, y a mi izquierda, en ventanilla, una señora de unos sesenta y tantos años. Al parecer, era su primer viaje en avión, ya que cuando llegó el momento de ponerse el cinturón, la pobre mujer no sabía cómo hacerlo. Le pregunté en inglés si necesitaba ayuda, pero como no me entendió, acompañé mi ofrecimiento con unos gestos descriptivos. La mujer aceptó sonriéndome mientras asentía con la cabeza y amablemente le mostré como abrochárselo. Me dio las gracias en chino, “xie xie ni”, que es de lo poco que entiendo en ese idioma, seguidas de un par de frases más. Mediante señas le hice entender que no hablaba su ancestral lengua y con una sonrisa concluimos nuestra singular conversación.

La aeronave despegó cumpliendo el horario habitual en China, es decir, con más de una hora de retraso. El resto del vuelo transcurrió sin sobresaltos. Tras el aterrizaje y una vez que el avión se detuvo frente a la terminal, como es habitual, todo el mundo empezó a apelotonarse en el pasillo a la vez que sacaban el equipaje de mano de los compartimentos superiores. Mientras tanto, yo me aseguré de que la señora se desabrochara bien el cinturón, y una vez lo hizo, nos saludamos con una sonrisa. Ambos esperamos pacientemente a que la muchedumbre fuera saliendo. Cuando llegó nuestro turno nos dimos cuenta de que nuestro compañero se había olvidado en el asiento una bolsa que, entre otras cosas, contenía el tan de moda ipad. La mujer la señaló y, con unas mímicas pero claras indicaciones, me urgió para que la cogiera y se la llevara a su dueño. Con una sonrisa acepté su encargo y sin pensarlo dos veces corrí por el largo pasadizo que llevaba desde el avión a la sala de recogida de equipajes. Llegué a ella sin haber conseguido localizar a su amo, y de repente, mientras mi mirada saltaba de rostro en rostro, me di cuenta de la dificultad de la misión ¡No tenía ni idea de cómo era el señor del ipad! ¡Todos eran chinos y todos me parecían iguales! Sé que es un tópico, pero esa fue mi sensación. Es cierto que todos lo orientales no son iguales, pero mi cerebro no estaba programado para almacenar los rasgos asiáticos y no recordaba en absoluto cómo era mi desaparecido compañero de vuelo. ¡En menudo lío me he metido! –pensé–. Tenía menos posibilidades de salir airoso que un futbolista en Saber y ganar.

Continué desesperadamente la búsqueda por la sala de equipajes hasta que súbitamente alguien me arrebató la bolsa de un tirón y comenzó a zarandearme mientras gritaba como un poseído. Era él, el dueño de la bolsa, que indudablemente pensaba que yo se la había intentado robar. Con un tembloroso inglés, comencé a contarle lo sucedido, pero ni él, ni nadie de los que se arremolinaban a mi alrededor parecían entender una palabra de mis alegatos. Al grupo se unieron dos policías con sus militarizados uniformes y sus enormes gorras de plato. Con la esperanza de que ellos hablaran algo de inglés, les dirigí mis explicaciones, pero se hizo evidente que tampoco me comprendían. Con una mano en la cartuchera y otra en sus labios, uno de los policías me hizo callar mientras el indignado señor les narraba su versión. Rodeado de miradas acusatorias, yo ya me imaginaba pasando la noche en un tenebroso calabozo chino ¡Ahora sí que estaba en un buen galimatías! y digno de una de una de las aventuras de Mortadelo y Filemón. De repente, uno de los agentes me cogió fuertemente del brazo y me indicó que caminara hacia una puerta. En ese momento comencé a verlo todo negro, pero que muy negro. Sin embargo, cuando casi había perdido toda esperanza, una luz centelleó al final del túnel. Entre el gentío apareció la señora del cinturón. Con claras muestras de indignación se dirigió hacia el policía que me agarraba, le gritó una frase en chino y el agente me soltó inmediatamente. Comenzó a describirles lo sucedido y pude ver por sus gestos que incluyó en su relato cómo le asistí con el cinturón de seguridad. Además, no sólo aclaró la situación, sino que, por lo que pude intuir, se permitió el lujo de echarle una buena bronca al señor del ipad por haber sido tan malpensado. Una vez que todo se solucionó, la multitud se dispersó, los policías y el arrepentido acusador se disculparon con numerosas reverencias, y la amable señora y yo, incapaces de comentar lo sucedido, nos despedimos con una última sonrisa.

Torre de Babel
Ciertamente vivimos en una esférica Torre de Babel, y no únicamente por la diversidad de idiomas, sino porque muchas veces no nos entendemos ni entre los que hablamos la misma lengua. Sin embargo, me fue muy grato descubrir que “una sonrisa vale más que mil palabras”, sean éstas en el idioma que sean.