sábado, 6 de septiembre de 2014

La gran evasión

Habían sido doscientos cincuenta kilómetros conduciendo desde el aeropuerto de Darwin hasta el corazón del parque nacional Kakadu en el norte de Australia. A pesar de que apenas habíamos pegado ojo durante el largo vuelo nocturno, disfrutamos mucho del trayecto en el coche que alquilamos, la mayor parte de él a través del vasto parque nacional. El paisaje era muy diferente al del sudeste asiático, y totalmente opuesto al del cosmopolita Singapur. Íbamos entusiasmados como niños en su primera excursión escolar, maravillados mientras atravesábamos los bosques de eucaliptos y atentos a cualquier detalle digno de ser comentado. En varias ocasiones paramos precipitadamente en el arcén para ir a la caza fotográfica de los simpáticos wallabies, los hermanos pequeños del famoso canguro australiano.

Wallabi
En cuanto nos registramos en nuestro hotel en Jabiru, el único pueblo en unos cien kilómetros a la redonda, fuimos al centro de visitantes del parque para planificar las actividades de los escasos cuatro días de los que disponíamos. Nos llevamos una pequeña decepción, era la temporada de lluvias y muchas de las zonas del parque estaban inaccesibles por encontrarse completamente inundadas. Aun así, durante los tres primeros días, pudimos visitar algunos de los principales puntos de interés y realizar diversas excursiones. La primera fueron más de seis horas de caminata donde visitamos varias cuevas con pinturas rupestres de los aborígenes y realizamos un ascenso por un frondoso barranco situado entre dos enigmáticos macizos de rocas anaranjadas.

Montaña Pinturas rupestres

El penúltimo día lo reservamos para la obligada excursión en barco a través del río y de las marismas, en la que, según el folleto informativo, tendríamos la posibilidad de avistar alguno de los grandes cocodrilos que habitan en el parque. Y efectivamente, después de más de una hora a bordo de una especie de barca con forma de autobús turístico, encontramos algunos ejemplares de los temidos reptiles. Tristemente, la semana anterior uno de ellos había acabado con la vida de un niño de diez años. Según nuestra guía, esa especie llega a alcanzar los seis metros de largo y puede vivir tanto en aguas dulces como saladas, teniendo también como hábitat las costas de la zona, por lo que a nadie se le ocurre bañarse en la playa ¡Quéjate tú de las medusas!

Cocodrilo
Cada día llovía intensamente, especialmente durante las tardes y las noches. Cansados de tanta agua y tanto barro, decidimos madrugar el último día, volver a Darwin y dedicarlo a visitar la ciudad. Desafortunadamente no iba a ser tan sencillo. Llevábamos unos setenta kilómetros desde que salimos de Jabiru, cuando de repente nos encontramos con la carretera totalmente inundada. Lo que hacía tan sólo tres días era un simple arroyo, había crecido hasta desbordarse y engullir la carretera con su caudal. Enseguida vimos claro que si intentábamos pasar por ahí, acabaríamos arrastrados por la corriente en nuestro pequeño coche de alquiler. Y si en el mejor de los casos nos librábamos de ahogarnos, difícilmente nos escaparíamos de terminar como merienda de cocodrilos.

Carretera cortada
Al estudiar el mapa en busca de alternativas, nos dimos cuenta de que sólo había otro camino por el que podíamos salir de allí, forzándonos a volver al pueblo y dar un gran rodeo hacia el sur. Como teníamos que pasar por delante del centro de visitantes del parque, decidimos parar y preguntar para informarnos. Nos atendió un señor vestido de Cocodrilo Dundee, no en vano algunas escenas de la película se rodaron en Kakadu y quizás esa era su particular forma de rendirle homenaje. Tras escuchar nuestra historia, se ajustó su sombrero engalanado con colmillos de reptil y nos dio la gran sorpresa:
    ―No es necesario que intenten la ruta del sur porque también está inundada.
    ―¿Cómo? ¡No puede ser, esta noche tenemos que devolver el coche en el aeropuerto y coger un avión para Singapur! ―Exclamamos.
    ―Pues va a ser que no.

La traducción de su última frase no es literal, pero sus palabras en inglés fueron igual de contundentes. Por si no habíamos tenido bastante agua, su noticia nos cayó como un jarro de agua fría. Según él, nadie podía predecir cuándo se normalizaría la situación, un día, dos, una semana…. cada temporada de lluvias se quedaban aislados unos cuantos días. “Paciencia”, nos dijo mientras chasqueaba con un palillo entre los dientes.

¡Increíble!, ¿ocurría eso cada año y no construían puentes más altos en los pasos de los ríos? Parecía quedar claro que los habitantes del parque estaban acostumbrados a que el ritmo lo marcara la naturaleza y no la frenética espiral de la actividad urbana. En aquel momento comprendí un poco mejor la famosa teoría de Einstein, y por qué hasta el mismísimo tiempo es también relativo.

Era domingo y con la esperanza de que las aguas bajaran al día siguiente, nos quedamos una noche más. Avisamos a nuestros respectivos jefes, informamos a la empresa de alquiler del coche y perdimos el importe del vuelo, porque aunque parezca mentira, era más caro cambiarlo que comprar uno nuevo.

El lunes la situación no había mejorado, en la recepción del hotel nos lo confirmaron y nos dieron pocas esperanzas para el resto del día, ya que había llovido durante toda la noche y el cielo seguía teñido de un gris amenazador. Allí conocimos a Klaus, un alemán que estaba de ruta por Australia con su mujer. Nos dijo que el martes por la noche volaban a Melbourne y que tenían que salir de allí como fuera. Yo le comenté que nosotros ya habíamos perdido nuestro vuelo y que mucho tendrían que cambiar las cosas para que a ellos no les ocurriera lo mismo. Con toda la seguridad y el aplomo del mundo me contestó: “Vamos a coger ese vuelo, todo es posible en esta vida”. Me dejó perplejo con su determinación, pero ¿cómo pretendía salir de allí?

El muy campeón ya estaba trabajando en dos planes, escapar en una avioneta o en un 4x4, al parecer decían que por una de las carreteras se podían cruzar las aguas con un todo terreno. El problema eran los coches que habíamos alquilado, ellos también tenían uno. Las agencias de alquiler se negaban a permitirnos que los dejáramos allí. Aliamos fuerzas con Klaus, y mientras yo me quedé con la recepcionista intentando convencer a las empresas de alquiler, él se fue al aeródromo y al taller local, donde posiblemente podrían alquilarnos un todo terreno. La recepcionista era una gran profesional, con una tranquilidad y una compostura excepcionales habló con las agencias y lo intentó todo. Sin embargo, pronto nos quedó claro que la puñetera letra pequeña de los contratos nos obligaba a salir de allí con los coches o a terminar pagando una descomunal penalización.

Cuando Klaus volvió, ante la falta de alternativas, sólo pudimos quedar en que la recepcionista nos avisaría si la situación mejoraba. Aun así, él nos dijo que ellos pasarían todo el día en uno de los tramos anegados e intentarían cruzar si el nivel del agua descendía. Su pareja no parecía muy convencida, pero asintió conservando el sepulcral silencio que había mantenido hasta ese momento. Les deseamos suerte y me imaginé la portada de los periódicos, anunciando la desaparición de dos incautos turistas junto a la foto de un cocodrilo haciendo una pesada digestión en la orilla del río. Nosotros, resignados, nos fuimos a ver un museo, y el resto del día lo pasamos leyendo y buscando actividades con las que matar el tiempo.

El martes por la mañana todo continuaba igual. Y ya empezábamos a estar realmente preocupados por continuar atrapados en un pueblo donde poco podíamos hacer, y donde cada día representaba más gastos de hotel, de comida y de alquiler de un coche que no podíamos ni conducir. Además de lo que suponía la ausencia de nuestros respectivos trabajos por tiempo indeterminado.

Una puerta a la esperanza se nos abrió cuando de nuevo me encontré con Klaus en la recepción. Me dijo muy emocionado que había encontrado el modo de evadirnos, pero que si queríamos unirnos a ellos teníamos que partir inmediatamente. Al parecer había convencido al dueño del camión grúa del pueblo para pasarnos los coches al otro lado si las aguas descendían lo suficiente, y en ese momento parecía factible. El precio de la operación era significativamente menor si lo hacía para al menos tres vehículos. Klaus ya había reclutado a una pareja china que estaba en las mismas circunstancias. Nosotros no acabábamos de estar muy convencidos, no creíamos que fuera sólo una cuestión del nivel del agua. La corriente era considerable, ¿quién podía estar seguro de que no íbamos a acabar arrastrados río abajo, grúa incluida? Sin embargo, decidimos seguir adelante con su plan.

Casi a toque de silbato, el alemán mandó a las mujeres a hacer las maletas, y a los hombres a llenar los depósitos a la gasolinera, donde también se encontraba el garaje de la grúa. Yo entendí que ya estaba todo acordado con el dueño de la grúa, pero cuando llegamos, éste nos dijo que no tenía claro que conforme estaba el río pudiéramos pasar. Klaus fue implacable, y desplegó toda una batería de argumentos para persuadirlo, ante la que el lugareño acabo sucumbiendo. Yo asistí al debate en silencio, mientras me atormentaba pensando que si un habitante local, que conocía de primera mano el peligro al que nos enfrentábamos, no lo veía claro… quizás lo prudente era no intentarlo. Pero las ganas de escapar superaron a la sensatez y partimos juntos hacia el tramo inundado.

Cuando llegamos comenzaron con el coche del alemán y todos asistimos expectantes a la maniobra. De repente Klaus le gritó a la china: “¡Aléjate de ahí!, ayer vimos dos enormes cocodrilos merodeando en esta zona!”. El agua llegaba hasta el mismo borde de la carretera, desde donde un bicho de esos podía sorprendernos y alcanzarnos con facilidad. La pobre mujer se llevó tal susto, que se metió en el Toyota y no volvió a salir. Los demás nos mantuvimos encaramados sobre la línea continua sin quitarle ojo a los temibles arcenes.

Inundación Cartel

En esas estábamos cuando llegó un policía con un par de vallas para cortar definitivamente la carretera. Antes de que tuviera tiempo para colocarlas, el germano ya le había contado todos los pormenores de nuestro cautiverio y el enorme trastorno que supondría para nosotros el continuar más tiempo en aquella situación. El agente accedió a dejarnos intentarlo, pero nos advirtió que el tramo inundado era muy largo y que lo peor se encontraba al final, en la zona más cercana al cauce, donde la corriente era muy fuerte. Nos preguntó si llevábamos comida, ya que según él, después de este río había otros riachuelos que también podían haberse desbordado, por lo que corríamos el riesgo de quedarnos atrapados en el medio. Aunque ya habíamos sido advertidos anteriormente de esa posibilidad y habíamos hecho acopio de víveres en la tienda de la gasolinera, sus palabras aumentaron nuestro desasosiego, sobre todo cuando para terminar, nos deseó suerte y murmuró que éramos unos inconscientes.

El camión grúa transportó los tres coches uno a uno y el nuestro fue el último. Sumidos en un estado de contención nerviosa, recorrimos a paso de tortuga cerca de un kilómetro de carretera inundada.

Carretera 1
Todo fue relativamente bien hasta que de pronto el conductor paró el camión unos metros antes del puente del río. La corriente era tal que estaba levantando el asfalto y delante de nosotros podíamos ver como se había hecho un agujero en la parte derecha de la carretera. Nos quedamos en silencio. Yo pensé que de ahí no salíamos y me preguntaba por qué narices le habíamos hecho caso al loco del alemán. Tras unos segundos eternos, el conductor reculó unos metros, se dirigió hacia el lado izquierdo de la calzada y aceleró con ímpetu. La grúa avanzó dando botes y rascó con los bajos en el fracturado pavimento, pero el conductor no perdió los nervios y consiguió vadear la zona con éxito. Todos gritamos de alegría al ver que habíamos logrado pasar.

Carretera 2
El camión se volvió al pueblo rápidamente antes de que el asfalto se desintegrara por completo. A partir de ahí dependíamos únicamente de nosotros, y hasta la autopista todavía nos quedaban por delante unos largos kilómetros llenos de incertidumbre. Si nos encontrábamos con otro desbordamiento como ese, no podríamos dar marcha atrás. Todo ese tramo se nos hizo interminable y cada vez que divisábamos algún charco en nuestro camino se nos hacía un nudo en el estómago.

Por fortuna, todo fue sobre ruedas y conseguimos alcanzar la autopista sin más contratiempos. Cuando paramos en un área de servicio para despedirnos, me dieron unas ganas enormes de darle un beso a nuestro perseverante amigo Klaus, porque sólo gracias a su gran determinación y pertinaz constancia consiguió encontrar la manera de sacarnos de allí. Si hubiera sido por nosotros, habríamos acabado quedándonos atrapados en Jabiru durante dos semanas, que fue el tiempo que finalmente el pueblo estuvo incomunicado.