domingo, 1 de diciembre de 2013

Sin cortarse un pelo

Al contrario que para la mayoría de las mujeres, para mí el mejor peluquero es aquél que cuando te sientas en el sillón ante el espejo comienza su tarea sin mediar una palabra, o como mucho murmulla: “Cómo siempre, ¿verdad?”. La regularidad te hace llegar a ese nivel de entendimiento y comunicación telepática que te permite pasar por la peluquería sin necesidad de gastar una sola gota de saliva. Y desafortunadamente, ese valioso servicio lo pierdes cuando te mudas de domicilio, especialmente si te vas al otro lado del planeta.

Tras el primer mes en Asia, llegó un punto en el que o me enfundaba una camiseta de AC/DC y unos vaqueros ajustados, o mi atuendo no se correspondería con mis incipientes melenas. El criterio que utilicé para buscar mi peluquero asiático fue la proximidad a casa, lo que me llevó a disfrutar de interesantes experiencias por las variopintas peluquerías del barrio. En los dos intentos iniciales salí trasquilado. En el primero literalmente, después de solicitar un corte a tijera, acabé con un “moderno” look escalado. Y en el segundo, por miedo a terminar como en el anterior, acepté el uso de la máquina y al entrar a casa mi mujer me recibió con un marcial saludo castrense.

No podía rendirme, a la tercera va la vencida. El siguiente fue un pequeño local situado en una tranquila plaza peatonal no lejos de nuestro domicilio. Cuando llegué, una de las peluqueras se encontraba en la entrada charlando con un chico joven. En el interior, huérfano de clientes, me recibió otra achinada peluquera que me invitó a sentarme en uno de los dos sillones. El establecimiento emanaba un cierto aire a desactualizado pero sin llegar a lo cochambroso. Cuando la señora terminó de ajustarme la capa, su compañera entró con el joven y éste pasó a encargarse de mí. De su mochila sacó una especie de neceser donde guardaba sus propios utensilios de trabajo. Me preguntó que cómo lo quería y le dije que cortara un par de dedos de largo, a tijera y para peinarlo hacia atrás. Él, que ya tenía la máquina en mano, suspiró mientras la dejaba en la repisa.

Comenzó la tarea por la parte posterior, colocándome unas pinzas a media cabeza. Era la primera vez que alguien utilizaba esa técnica conmigo, ya que al igual que aquel día, normalmente llevo el pelo más bien corto y creo que eso sólo tiene sentido para cortar cabellos largos. Su indecisión a la hora de dar los primeros tijeretazos me dio que pensar, y tras percatarme a través del espejo de cómo le observaban atentamente las dos peluqueras entendí lo que estaba pasando. El imberbe muchacho había venido buscando trabajo… ¡Y yo estaba siendo el conejillo de indias para su prueba de acceso!

Decidí ver el lado positivo a la situación, estaba claro que el aspirante pondría todo su empeño en hacer un buen trabajo. Desde luego lo hizo, lo de ponerle empeño… y calma. Durante más de una hora estuvo cortando aquí, recortando allá y repasando acullá. Mientras, las dos examinadoras no perdían detalle de la evolución estética de mi cabellera. En ciertos momentos al pobre chico le temblaban las manos, sobre todo cuando alguna de las peluqueras orbitaba indiscretamente a mi alrededor y le hacía algún comentario en chino. Por suerte, mis orejas acabaron sanas y salvas, a pesar del amenazante y vacilante zigzagueo de las tijeras. Después de tanto retoque, me dejó el pelo más corto de lo que yo esperaba, pero a esas alturas lo que más me preocupaba era que terminara de una vez. Finalmente, dio por concluida la sesión de tijera y ésta la sustituyó por otro aparejo de corte. Una de las señoras casi se atraganta con la sopa de noodles que se estaba tomando cuando vio que el osado chaval sacó una navaja de barbero de su bolsa.

Navaja
Se me pusieron los pelos de punta, pero no tuve el valor de decirle que no era necesario que me repasara el cuello y las patillas con la navaja. Los cuatro ojos de las peluqueras se concentraron en la delicada operación, y mis poros, ayudados por la ausencia de aire acondicionado y estimulados por las circunstancias, aumentaron el ritmo de mi transpiración, al igual que mi corazón hizo lo propio con las pulsaciones. Inicialmente el candidato se mostró seguro y parecía manejar la cuchilla con destreza, pero mi evidente temor y el escrutinio constante de sus posibles futuras jefas hicieron evidente mella en su confianza. Cada vez que yo sentía el filo por mi pescuezo, un intenso escalofrió recorría mi espina dorsal. No pude evitar pensar si me vería obligado a hacer como aquél del chiste, que ante un barbero que no paraba de hacerle cortes, le preguntó:
     —Disculpe, ¿no tendría usted otra navaja?
     —¿Qué ésta no corta bien? —Le contestó el barbero.
     —Sí, si cortar sí que corta, se la pido para mí… ¡para poder defenderme!

En aquella situación me pareció que el chiste había perdido toda su gracia. La tensión se incrementaba a cada pase de navaja, y llegó al súmmum cuando después de un trémulo lance en mi cogote, el chico se detuvo unos segundos y respiró profundamente. Yo cerré los ojos intentando evadirme de la realidad, pero mi trastornada imaginación no me ayudó, ya qué lo que me vino a la mente fue la imagen de Johnny Depp en el papel de Sweeney Todd perpetrando sus macabros afeitados.

Sweeney Todd
Afortunadamente, nada lamentable sucedió, aunque he de admitir que lo pasé muy mal en aquellos momentos finales. El joven peluquero me retiró la capa y, encontrándome todavía en cierto estado de shock, me dirigí a la caja. Le pagué a la peluquera los diez dólares que me pidió y añadí cinco más de propina. Los tres lucieron unas enormes sonrisas de satisfacción y me despidieron con múltiples “thank yous” y reverencias.

No sé si el chico consiguió finalmente el puesto, ya que como es lógico, no me volvieron al ver le pelo. ¿Y la propina? Pues no la dejé porque acabara satisfecho con el servicio, sino porque en aquel preciso instante sentí una enorme euforia nerviosa por poder finalmente salir de allí…
¡Y por haber salvado el cuello!