martes, 22 de mayo de 2012

Cuatro gotas

   “En la calle, un amigo se encuentra a otro y le pregunta:
    - ¿Qué haces corriendo detrás del autobús?
    - Pues porque corriendo detrás del autobús me ahorro el euro
      que cuesta el billete.
    - ¿Y por qué no corres detrás de un taxi y así te ahorras 25 euros?”

Después del partido de fútbol de los miércoles por la tarde, mochila a la espalda, me dirigí a la parada de metro. Comenzó a chispear, pero, debido al calor tropical, las gotas que salpicaban el suelo apenas lo humedecían unos segundos. Una oscura nube que asomaba en el horizonte me hizo plantearme por un segundo la posibilidad de coger el taxi que se dirigía hacia mí con su destellante piloto verde. Sin embargo, el profundo sentido del ahorro que mis padres me inculcaron durante mi infancia prevaleció en mi proceso cognitivo, y decidido, continué hacia el metro mientras el taxi pasaba de largo. Total, ¡sólo caían cuatro gotas!

Durante el viaje, el gélido aire acondicionado del tren me hizo imaginar como un grupo de pingüinos correteaba por el vagón mientras uno de ellos intentaba quitarme mis chanclas, las flip flops como muy descriptivamente las llaman aquí.

Cuando salí de la parada, todavía me quedaba un paseo de algo más de diez minutos hasta llegar a casa. A pesar de ser en su mayor parte cuesta arriba, es una caminata que me resulta agradable, ya que atraviesa un colorido jardín urbano llamado Outram Park. Aunque en ese momento no llovía, el enorme nubarrón situado sobre mi cabeza le confería un ambiente tétrico al parque, mientras engullía la luz y lo pintaba con lúgubres tonos grises.

Nubes Singapur

En ocasiones, la lluvia en esta parte del planeta roza lo paranormal. Puede comenzar tan súbitamente como los cortes publicitarios en televisión, y a la vez llegar a ser tan intensa y espesa como un programa de Eduard Punset. Y cuando esto ocurre, más te vale estar a cubierto. No fue ese mi caso, ya que toda la expectante furia que el cielo almacenaba se precipitó bruscamente sobre mí en forma de tromba de agua, y en el lugar más inadecuado. Me encontraba en un camino asfaltado que ascendía por una pequeña colina de césped. Tan rápido como pude, me refugié bajo el árbol más cercano. Pero para cuando conseguí sacar mi paraguas del fondo de la mochila, chorreaba más agua que Bob Esponja haciendo abdominales. La intensidad era tal, que en cuestión de segundos el camino se convirtió en un potente torrente de un sorprendente caudal. Para evitar que la mochila se empapara me la colgué en mi pecho y, forzado por la falta de protección que me ofrecía el árbol, decidí proseguir ascendiendo por la estrecha acera. Llegó un punto en el que para continuar debía pasar al otro lado del camino, y por lo tanto, no me quedaba más remedio que cruzar el recién formado riachuelo. Por un momento contemplé la posibilidad de quedarme allí encogido hasta que la tormenta terminara, pero un deslumbrante relámpago seguido del consiguiente aterrador trueno instantáneamente me convencieron de lo contrario. La lluvia no me daba tregua y apenas me permitía ver unos metros, seleccioné un punto donde la corriente se concentraba en los laterales del camino y me preparé para dar el gran salto.

¡Una…, dos…, y tres! Salté con todas mis fuerzas, pero ocurrió algo con lo que no contaba. El paraguas hizo una especie de efecto paracaídas, que frenó el avance de la parte superior de mi cuerpo y que me desequilibró con desastrosas consecuencias. Cuando mi pie tocó el suelo, me encontraba tan inclinado hacia atrás que el patinazo fue espectacular. Una pierna tras otra se elevaron en el aire, mis brazos se agitaron como si estuviera intentando volar, y tras ese segundo de levitación ―tipo dibujos animados― caí a plomo y de culo en medio del torrente. El dolor en mi coxis fue tan intenso que apenas noté que había esclafado el paraguas con mi espalda. Intenté incorporarme para evitar que la mochila acabara totalmente mojada, y mientras lo hacía pude ver como una de mis flip flops navegaba corriente abajo hasta que la boca de un desagüe la engulló repentinamente. Conseguí levantarme. Algo renqueante, con el paraguas destrozado, calzando una única chancla y totalmente empapado, continué mi camino a casa. Cuando llegué y entré por la puerta con mi terrible aspecto de náufrago urbano, mi mujer me observó incrédula y dijo: ¿Qué te ha pasado? Pero hombre, si llovía tanto, ¿por qué no has cogido un taxi?

Perder una chancla: 15€… Romper un paraguas: 25€… Aprender de un error: no tiene precio.