domingo, 29 de septiembre de 2013

El Yin y el Yang

Al contrario de lo que ocurre en España, las pipas de girasol no se encuentran disponibles en los quioscos de todo el mundo. Por suerte, ya que me encantan, en Singapur las localicé en un par de supermercados y en una tienda de frutos secos a granel situada en el bullicioso barrio de Chinatown, atendida esta última por un simpático anciano de origen chino. Después de probar las variedades disponibles en los diversos establecimientos, concluí que las mejores eran las de la tienda de frutos secos.

Pipas
Un día, después de finalizar la jornada laboral, me dirigí a visitar a mi proveedor habitual de semillas tostadas de girasol. Al cruzar una calle, me di cuenta de que al lado de una columna del porche de un edificio había un joven de unos treinta años tendido en el suelo. En Singapur no es inusual encontrar gente tumbada en ciertos lugares echando una siestecita, con este clima, una buena sombra es poco más de lo que se necesita. Sin embargo, normalmente los ves en parques o en rincones no muy transitados, pero no en un sitio como aquél. La posición de su cuerpo también me hizo sospechar que algo no encajaba. Decidí acercarme.

Cuando me agaché junto a él y vi sus ojos estáticos y su boca abierta, un escalofrió recorrió mi cuerpo. Le pregunté si se encontraba bien y apenas pudo mover su cabeza con un gesto de negación. Lo primero que pensé es que se habría desmayado y rápidamente le levanté las piernas para facilitar que la sangre le llegara al cerebro. Tras unos instantes, me di cuenta de que eso no estaba teniendo ningún efecto. Un transeúnte se acercó ofreciéndome su ayuda y yo le pedí con cierta desesperación que llamara urgentemente a una ambulancia. Seguidamente, me arrodillé al lado del chico, que continuaba inmóvil. Le agarré su mano y mientras se la apretaba le dije: “No te preocupes, todo va a salir bien”, él me miró y me dedicó una imperceptible sonrisa.

Para cuando el singapurense había terminado de llamar a la ambulancia, un pequeño grupo de gente nos rodeaba y no paraban de interrogarme intentando averiguar qué había ocurrido. Decidí encomendarle a mi improvisado ayudante la labor de mantener a los curiosos a distancia, ya que bloqueaban el flujo de aire y claramente advertí que incomodaban al convaleciente. De repente, los ojos de éste comenzaron a ponerse en blanco y su cabeza a inclinarse hacia un lado. Yo no sabía qué hacer, y por un momento pensé que iba a convertirme en el testigo de su muerte. Instintivamente le grité diciéndole: “¡Eh amigo! ¡Estoy aquí!”. Sus iris volvieron a su lugar y me dirigió una mirada que parecía de despedida. Los míos se empañaron y mi alma se estremeció. Mientras él luchaba por mantener su forzada respiración, yo decidí no dejar de hablarle y cuando sus ojos se entornaban precediendo una posible rendición, yo le sujetaba más fuerte de la mano y le iba repitiendo: ¡Quédate conmigo! ¡Sigue respirando! ¡Mírame! ¡Estoy aquí contigo! ¡Todo va a ir bien! Los minutos se hacían eternos, le pregunté si sentía dolor en alguna parte de su cuerpo y con mucho esfuerzo, se llevó su otra mano al pecho. Más tarde los médicos confirmarían que había sufrido un ataque al corazón.

Ambulancia
Cuando la ambulancia llegó todo fue muy rápido, en un santiamén lo auscultaron, lo llenaron de cables, lo metieron en el vehículo y desaparecieron. El hombre que había llamado al servicio de urgencias y yo nos quedamos allí parados durante unos instantes intentando asimilar lo que acabábamos de atestiguar. Amablemente me dijo que me invitaba a tomar algo y nos dirigimos a una cafetería cercana.

Ya sentados, mientras degustábamos sendos cafés con hielo, tuvimos la siguiente conversación:
     ―Oye, ¿y tú viste cómo se desmayaba? ―Me preguntó.
     ―No, cuando yo llegué, él ya estaba en el suelo.
     ―¿Y no lo vio más gente antes de que tú le atendieras?
     ―Pues no lo sé, delante de mí iban caminando más personas, supongo que no se dieron cuenta. ―Le respondí.
     ―Vaya, precisamente tú, un extranjero, fuiste el primero en atenderle… ¿No pensarás realmente que todos los singapurenses somos kiasu?

Aquí esta palabra se escucha mucho junto con otra, kiasi. Ambas provienen del hokkien, un dialecto del chino que se habla en el sudeste asiático. Kiasu significa miedo a perder, se usa para describir a personas egoístas e irrespetuosas hacia los demás. Kiasi se asocia a hacer lo que sea para conseguir el éxito, su significado literal es miedo a la muerte. El año pasado se realizó una polémica encuesta que causó cierto revuelo en los medios de comunicación. En ella preguntaban a los habitantes de Singapur por los valores con los que se definirían. Los resultados fueron sorprendentes, ya que los propios singapurenses se describieron como kiasu, kiasi, competitivos, egocéntricos y materialistas. Sinceramente, creo que los encuestados fueron bastante críticos con ellos mismos. Durante estos años, yo me he encontrado de todo, y comparto aquello que dijo alguno de los múltiples filósofos que invaden el facebook: “Los gilipollas están repartidos uniformemente por todo el planeta, al igual que las buenas personas”.

La conversación continuó con mi compañero de experiencia y, a pesar de que yo no le entraba al trapo, él seguía obsesionado con el tema. Me decía que seguramente había sido una casualidad el que yo lo viera primero, que eso del kiasu es un poco mito, ya que él ayuda a todo el mundo, y que sus amigos y su familia son muy buena gente. Volvió a preguntarme si yo había visto a muchos peatones delante de mí que hubieran podido ignorar deliberadamente al hombre en el suelo. Le repetí que claro que pasaron más personas, esa es una calle muy concurrida, pero que evidentemente no podía asegurar que simplemente pasaran de largo. Él prosiguió con su mitin, justificando ciertas posibles actitudes egoístas en Singapur debidas a la gran densidad de población y a la alta competencia por la vivienda y el trabajo. Su bla, bla, bla no tenía fin y en cierto momento llegué a pensar si me estaba reprochando el no haber dejado que hubiera sido un lugareño, y no yo, el que asistiera al yacente. Francamente, me puso la cabeza como un bombo y después de lo que había pasado, lo último que me apetecía era aguantar un sermón como ese. Así que me levante y…

[En mi imaginación (El Yin)]… saqué una pistola y le di un par de tiros. “Al final, un día sin pena ni gloria, salvé a uno y me cargué a otro, todo vuelve al equilibrio”, pensó mi yo imaginario.
Girasol
[En la realidad (El Yang)]… le di las gracias por el café, eché una mirada a mi reloj y le dije: “lo siento pero me tengo que marchar porque me cierran la tienda de las pipas”, en ella me esperaba el amable dependiente que me recibiría con su positivo karma habitual.