domingo, 11 de enero de 2015

Comer es un placer

Si algo cambió significativamente en nuestras vidas en el momento en que llegamos a Singapur hace ya cuatro años, eso fue nuestra dieta y hábitos alimentarios. A lo primero que tuvimos que acostumbrarnos fue a la ausencia de cuchillos en la mesa. En esta parte del mundo, éstos están considerados como un arma y no se usan como cubiertos, así se evitan peligrosas tentaciones durante alguna acalorada discusión de sobremesa (no sería un mal ejemplo a seguir en nuestro país, especialmente durante los “fraternales” ágapes navideños). Por ello, para suplir la imposibilidad de cortar los alimentos durante las comidas, todo es servido en pequeños trozos “fácilmente” atrapables con los palillos… después de algo de práctica y paciencia, claro. Aún recuerdo una de mis primeras cenas de trabajo en la que mis compañeros pidieron un plato de cacahuetes, comenzaron a cogerlos de uno en uno con sus palillos y permanecieron atentos para ver cuál sería mi reacción. Con mucho temple y concentración conseguí llevarme a la boca el primer fruto seco, la suerte del principiante. Mis siguientes intentos tuvieron resultados devastadores, ya que los cacahuetes se escapaban de mis palillos como proyectiles, provocando las carcajadas y burlas de mis compañeros, que amablemente me permitieron cogerlos con la mano… sobre todo después de que en uno de los fortuitos disparos estuviera a punto de dejar tuerto a uno de ellos.

Cacahuetes
Aquí, como en el resto de países vecinos, el arroz es la base de la mayoría de las comidas. La lista de platos asiáticos basados en él es innumerable: arroz frito, arroz hervido, arroz con pollo, ensalada de arroz, porridge (una especie de puré de arroz) y un largo etcétera. Sin embargo, no deberíamos de sorprendernos, porque si nos paramos a pensar, sólo tenemos que sustituir “arroz” por “patata” en la lista anterior y nos daremos cuenta de la dependencia que tenemos en Europa a dicho tubérculo. Se suele decir: “No comas tanto arroz que se te va a poner cara de chino”, si eso fuera cierto, a estas alturas yo parecería el primo hermano de Jackie Chan.

Sri Lanka es uno de los países que visito regularmente por motivos de trabajo. Allí lo del arroz es incluso más extremo. Es tanto así, que la mayoría de los esrilanqueses desayunan, comen y cenan cada día este energético cereal. Incluso el omnipresente gigante de las hamburguesas no tuvo más remedio que adaptarse para conquistar este mercado, y acabó creando el McRice.

McRice
Otra de las características de la cocina de Sri Lanka es el considerable uso del picante en sus recetas. Esto no es exclusivo de allí, en la mayoría de países del sudeste asiático el picante está presente en multitud de platos. Y más te vale acostumbrarte a él, porque cuando vas a un restaurante, aun pidiendo expresamente que tu comida no sea picante, en muchas ocasiones acaba siéndolo, no pueden evitar darle ese toque. Yo ya llegué a Asia con cierta devoción por este ardiente condimento, aprendí a disfrutarlo en el Reino Unido, donde el curry indio es tan popular que una de sus variedades, el Chicken Tikka Masala, es considerado como auténtico plato nacional británico. Al principio no podía creer que alguien pudiera disfrutar comiendo algo así, tan extremadamente picante que llegara a anular el sabor del alimento. Sin embargo, he de reconocer que el picante engancha y una vez le has cogido el gusto, no puedes evitar volver a caer en sus llamas. Quién me iba a decir que uno de mis platos preferidos acabaría siendo el Tom Yam, una sopa tailandesa extraordinariamente picante. Al parecer, la sensación de picor es provocada por la capsaicina. Esta sustancia estimula las terminaciones nerviosas, haciéndoles enviar al cerebro sensaciones falsas de dolor que provocan la liberación natural de endorfinas para mitigarlo, y que generan tal oleada de bienestar y placer, que algunas personas se convierten en adictas a su consumo.

Lahan, nuestro distribuidor de Sri Lanka conoce bien mi inclinación por la comida picante. En una de mis primeras visitas a ese país, después de un intenso día de reuniones me dijo que me iba a llevar a cenar a un sitio en el que disfrutaría de un buen plato local. El restaurante no era nada especial, ni lujoso, ni descuidado, lo único destacable era la gran afluencia de comensales y el ajetreado ir y venir de los camareros. Trajeron la carta, y antes de que el camarero tuviera tiempo de darse la vuelta, Lahan mantuvo una rápida conversación con él en cingalés. Mientras yo ojeaba el menú, me informó de que nuestra cena ya estaba pedida, y me señaló el plato en la carta. Su rostro resplandecía luciendo una maliciosa sonrisa que me recordó a la de Patán, el perro de la mítica serie de dibujos animados Los Autos Locos.

Patan
El nombre del plato era “Devilled Chicken”, y que por supuesto, era servido con arroz. Aunque en inglés la palabra “Devilled” sólo se utiliza en el argot culinario, la traducción literal sería “Pollo Endemoniado”. Ya os podéis imaginar que lo de endemoniado no hacía referencia a que fueran pollos poseídos por el maligno, sino a que habían sido preparados con un condimento diabólicamente picante. Cuando el camarero dejó el plato delante de mí, decidí enfrentarme a él con valentía. El primer bocado me dejó bien claro que la cerveza que había pedido no iba ser suficiente auxilio para tal hazaña. Mi lengua sufrió el primer impacto y en unos instantes tuve la sensación de que mi boca era un volcán en erupción. Me bebí media birra de un trago, pero fue tan efectivo como intentar apagar el Vesubio a cubos. A pesar de ello, continué con la ingesta tratando de calmar el picor alternando el pollo con el arroz blanco que lo acompañaba. Al alcanzar el ecuador del reto, mis ojos, encendidos como farolillos, lanzaban lágrimas desesperadas que se evaporaban al llegar a mis ardientes mejillas. Los dos siguientes trozos desencadenaron una reacción semejante a la alergia primaveral, mis fosas nasales comenzaron a encharcarse y tuve que usar varias servilletas para atajar el flujo mucoso y otras tantas para secar mi sudorosa frente. Llegados a ese punto, ya no me quedaba cerveza y urgí al camarero a que me trajera agua con hielo, bendita agua que no sirvió de mucho contra la posesión que el endemoniado pollo estaba tomando de mí. Lahan se lo pasó en grande, de tanto en tanto levantaba la mirada de su pollo, el que se estaba comiendo como si fuera algodón de azúcar, e irónicamente me preguntaba: Are you ok?... Era evidente que no lo estaba, pero a esas alturas las endorfinas debían estar ya activadas y me empujaban a seguir comiendo. Y así lo hice, continué con mi batalla y heroicamente conseguí acabar con el pollo. Tras la cena, nos fuimos a tomar unas copas que, junto con el efecto relajante de las endorfinas correteando por mi cuerpo, me dejaron casi extasiado en el sofá del bar. Disfrutamos de una placentera conversación en la que parecía que habíamos encontrado las claves para mejorar la empresa, nuestras vidas e incluso el mundo entero. Cuando dimos la noche por concluida, mi anfitrión me acercó al hotel y me deseó las buenas noches, luciendo de nuevo en el rostro su inquietante sonrisa.

Caí agotado en la cama y cuando parecía que ya empezaba a conciliar el sueño, sentí como si una ola de calor hubiera entrado en la habitación. Era mi cuerpo incandescente que calentaba las sábanas, las retiré de una patada y bajé la temperatura del aire acondicionado. La sensación de estar sufriendo un cuadro febril fue sólo el principio. Más tarde le llegó el turno a mi estómago, no es que sintiera un gran dolor, pero de vez en cuando notaba pinchazos que constantemente me obligaban a dar vueltas en la cama. Después de varias horas retorciéndome, conseguí quedarme dormido. A mitad de noche, tras sufrir un súbito e intenso puyazo en mis entrañas, me incorporé en la cama totalmente desconcertado. La luz anaranjada de las farolas del exterior flotaba tenebrosamente en mi habitación y permitió que pudiera distinguir el reflejo de mi demacrada imagen en el gran espejo de la pared. Cuando me vi de aquella guisa, sudoroso, ojeroso, con los pelos de punta y con las manos en la barriga intentando calmar el fuego interno, sólo me vino una frase a la cabeza: “¿Has visto lo que ha hecho el cochino del pollo?”. Desafortunadamente, no había exorcismo posible que pudiera ayudarme en tal situación y me vi condenado a pasar una de las peores noches de mi vida.

Al llegar la mañana, me desperté después de haber conseguido descansar apenas unas horas, pero me encontraba bastante recuperado y tuve la sensación de que todo había sido una pesadilla. Me levanté y caminé hacia el cuarto de baño para disfrutar de mi momento All-Bran. No llevaba ni un segundo sentado, cuando de repente los ojos se me abrieron como platos antes de enrojecerse y comenzar a lagrimar como una fuente. Un grito sordo se quedó encallado en mi garganta. Como después aprendí en Google, nuestro organismo no metaboliza bien la capsaicina, y prácticamente la misma cantidad que por arriba entra, por abajo sale. Y claro, las terminaciones nerviosas de mi retaguardia fueron inmediatamente estimuladas en el momento en que tal cantidad de capsaicina las acariciaron. Fue como dar a luz al primogénito del octavo pasajero, y las radioactivas secuelas de tal parto perduraron más de lo yo que hubiera deseado. Después de esa experiencia, me jure a mí mismo que “nunca más”.
 
Ya ha pasado algún tiempo de aquello y en breve tendré que volver a Sri Lanka. Lo creáis o no, lo más curioso es que si Lahan me propone volver al susodicho restaurante, no estoy seguro de que sea capaz de resistirme a los encantos de la capsaicina y tener la suficiente fuerza de voluntad como para responderle con un rotundo “NO”. ¡Maldito pollo!